Es otoño. Estamos en lo alto del baluarte contemplando el mar, surcado por
numerosos barcos, y, a lo lejos, la costa sueca, que se destaca, altiva, a la
luz del sol poniente. A nuestra espalda desciende, abrupto, el bosque, y nos
rodean árboles magníficos, cuyo amarillo follaje va desprendiéndose de las
ramas. Al fondo hay casas lóbregas, con empalizadas, y en el interior, donde el
centinela efectúa su monótono paseo, todo es angosto y tétrico; pero más
tenebroso es todavía del otro lado de la enrejada cárcel, donde se hallan los
presidiarios, los delincuentes peores.
Un rayo del sol poniente entra en la desnuda celda, pues el sol brilla sobre
los buenos y los malos. El preso, hosco y rudo, dirige una mirada de odio al
tibio rayo. Un pajarillo vuela hasta la reja. El pájaro canta para los buenos y
los malos. Su canto es un breve trino, pero el pájaro se queda allí, agitando
las alas. Se arranca una pluma y se esponja las del cuello; y el mal hombre
encadenado lo mira. Una expresión más dulce se dibuja en su hosca cara; un
pensamiento que él mismo no comprende claramente, brota en su pecho; un
pensamiento que tiene algo de común con el rayo de sol que entra por la reja, y
con las violetas que tan abundantes crecen allá fuera en primavera. Luego
resuena el cuerno de los cazadores, melódicos y vigorosos. El pájaro se asusta y
se echa a volar, alejándose de la reja del preso; el rayo de sol desaparece, y
vuelve a reinar la oscuridad en la celda, la oscuridad en el corazón de aquel
hombre malo; pero el sol ha brillado, y el pájaro ha cantado.
¡Segan resonando, hermosos toques del cuerno de caza! El atardecer es
apacible, el mar está en calma, terso como un espejo.
La aguja de zurcir
Érase una vez una aguja de zurcir tan fina y puntiaguda, que se creía ser una
aguja de coser.
-Fíjense en lo que hacen y manéjenme con cuidado -decía a los dedos que la
manejaban-. No me dejen caer, que si voy al suelo, las pasarán negras para
encontrarme. ¡Soy tan fina!
-¡Vamos, vamos, que no hay para tanto! -dijeron los dedos sujetándola por el
cuerpo.
-Miren, aquí llego yo con mi séquito -prosiguió la aguja, arrastrando tras sí
una larga hebra, pero sin nudo.
Los dedos apuntaron la aguja a la zapatilla de la cocinera; el cuero de la
parte superior había reventado y se disponían a coserlo.
-¡Qué trabajo más ordinario! -exclamó la aguja-. No es para mí. ¡Me rompo, me
rompo!
Y se rompió
-¿No os lo dije? -suspiró la víctima-. ¡Soy demasiado fina!
-Ya no sirve para nada -pensaron los dedos; pero hubieron de seguir
sujetándola, mientras la cocinera le aplicaba una gota de lacre y luego era
clavada en la pechera de la blusa.
-¡Toma! ¡Ahora soy un prendedor! -dijo la vanidosa-. Bien sabía yo que con el
tiempo haría carrera. Cuando una vale, un día u otro se lo reconocen.
Y se río para sus adentros, pues por fuera es muy difícil ver cuándo se ríe
una aguja de zurcir. Y se quedó allí tan orgullosa cómo si fuese en coche, y
paseaba la mirada a su alrededor.
-¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle, con el debido respeto, si acaso
es usted de oro? -inquirió el alfiler, vecino suyo-. Tiene usted un porte
majestuoso, y cabeza propia, aunque pequeña. Debe procurar crecer, pues no
siempre se pueden poner gotas de lacre en el cabo.
Al oír esto, la aguja se irguió con tanto orgullo, que se soltó de la tela y
cayó en el vertedero, en el que la cocinera estaba lavando.
-Ahora me voy de viaje -dijo la aguja-. ¡Con tal que no me pierda!
Pero es el caso que se perdió.
«Este mundo no está hecho para mí -pensó, ya en el arroyo de la calle-. Soy
demasiado fina. Pero tengo conciencia de mi valer, y esto siempre es una pequeña
satisfacción». Y mantuvo su actitud, sin perder el buen humor.
Por encima de ella pasaban flotando toda clase de objetos: virutas, pajas y
pedazos de periódico. «¡Cómo navegan! -decía la aguja-. ¡Poco se imaginan lo que
hay en el fondo! Yo estoy en el fondo y aquí sigo clavada. ¡Toma!, ahora pasa
una viruta que no piensa en nada del mundo como no sea en una "viruta", o sea,
en ella misma; y ahora viene una paja: ¡qué manera de revolcarse y de girar! No
pienses tanto en ti, que darás contra una piedra. ¡Y ahora un trozo de
periódico! Nadie se acuerda de lo que pone, y, no obstante, ¡cómo se ahueca! Yo,
en cambio, me estoy aquí paciente y quieta; sé lo que soy y seguiré
siéndolo...».
Un día fue a parar a su lado un objeto que brillaba tanto, que la aguja pensó
que tal vez sería un diamante; pero en realidad era un casco de botella. Y como
brillaba, la aguja se dirigió a él, presentándose como alfiler de pecho.
-¿Usted debe ser un diamante, verdad?
-Bueno... sí, algo por el estilo.
Y los dos quedaron convencidos de que eran joyas excepcionales, y se
enzarzaron en una conversación acerca de lo presuntuosa que es la gente.
-¿Sabes? yo viví en el estuche de una señorita -dijo la aguja de zurcir-; era
cocinera; tenía cinco dedos en cada mano, pero nunca he visto nada tan engreído
como aquellos cinco dedos; y, sin embargo, toda su misión consistía en
sostenerme, sacarme del estuche y volverme a meter en él.
-¿Brillaban acaso? -preguntó el casco de botella.
-¿Brillar? -exclamó la aguja-. No; pero a orgullosos nadie los ganaba. Eran
cinco hermanos, todos dedos de nacimiento. Iban siempre juntos, la mar de tiesos
uno al lado del otro, a pesar de que ninguno era de la misma longitud. El de más
afuera, se llamaba «Pulgar», era corto y gordo, estaba separado de la mano, y
como sólo tenía una articulación en el dorso, sólo podía hacer una inclinación;
pero afirmaba que si a un hombre se lo cortaban, quedaba inútil para el servicio
militar. Luego venía el «Lameollas», que se metía en lo dulce y en lo amargo,
señalaba el sol y la luna y era el que apretaba la pluma cuando escribían. El
«Larguirucho» se miraba a los demás desde lo alto; el «Borde dorado» se paseaba
con un aro de oro alrededor del cuerpo, y el menudo «Meñique» no hacía nada, de
lo cual estaba muy ufano. Todo era jactarse y vanagloriarse. Por eso fui yo a
dar en el vertedero.
-Ahora estamos aquí, brillando -dijo el casco de botella. En el mismo momento
llegó más agua al arroyo, lo desbordó y se llevó el casco.
-¡Vamos! A éste lo han despachado -dijo la aguja-. Yo me quedo, soy demasiado
fina, pero esto es mi orgullo, y vale la pena.
Y permaneció altiva, sumida en sus pensamientos.
-De tan fina que soy, casi creería que nací de un rayo de sol. Tengo la
impresión de que el sol me busca siempre debajo del agua. Soy tan sutil, que ni
mi padre me encuentra. Si no se me hubiese roto el ojo, creo que lloraría; pero
no, no es distinguido llorar.
Un día se presentaron varios pilluelos y se pusieron a rebuscar en el arroyo,
en pos de clavos viejos, perras chicas y otras cosas por el estilo. Era una
ocupación muy sucia, pero ellos se divertían de lo lindo.
-¡Ay! -exclamó uno; se había pinchado con la aguja de zurcir-. ¡Esta marrana!
-¡Yo no soy ninguna marrana, sino una señorita! -protestó la aguja; pero
nadie la oyó. El lacre se había desprendido, y el metal estaba ennegrecido; pero
el negro hace más esbelto, por lo que la aguja se creyó aún más fina que antes.
-¡Ahí viene flotando una cáscara de huevo! -gritaron los chiquillos, y
clavaron en ella la aguja.
-Negra sobre fondo blanco -observó ésta-. ¡Qué bien me sienta! Soy bien
visible. ¡Con tal que no me maree, ni vomite!
Pero no se mareó ni vomitó.
-Es una gran cosa contra el mareo tener estómago de acero. En esto sí que
estoy por encima del vulgo. Me siento como si nada. Cuánto más fina es una, más
resiste.
-¡Crac! -exclamó la cáscara, al sentirse aplastada por la rueda de un carro.
-¡Uf, cómo pesa! -añadió la aguja-. Ahora sí que me mareo. ¡Me rompo, me
rompo!
Pero no se rompió, pese a haber sido atropellada por un carro. Quedó en el
suelo, y, lo que es por mí, puede seguir allí muchos años.
FIN
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