En una pequeña ciudad, toda una familia se hallaba
reunida, un atardecer de la estación en que se dice que «las veladas se hacen
más largas», en casa del propietario de una granja. El tiempo era todavía
templado y tibio; habían encendido la lámpara, las largas cortinas colgaban
delante de las ventanas, donde se veían grandes macetas, y en el exterior
brillaba la luna; pero no hablaban de ella, sino de una gran piedra situada en
la era, al lado de la puerta de la cocina, y sobre la cual las sirvientas solían
colocar la vajilla de cobre bruñida para que se secase al sol, y donde los niños
gustaban de jugar. En realidad era una antigua losa sepulcral.
-Sí -decía el propietario-, creo que procede de la
iglesia derruida del viejo convento. Vendieron el púlpito, las estatuas y las
losas funerarias. Mi padre, que en gloria esté, compró varias, que fueron
cortadas en dos para baldosas; pero ésta sobró, y ahí la dejaron en la era.
-Bien se ve que es una losa sepulcral -dijo el mayor de
los niños-. Aún puede distinguirse en ella un reloj de arena y un pedazo de un
ángel; pero la inscripción está casi borrada; sólo queda el nombre de Preben y
una S mayúscula detrás; un poco más abajo se lee Marthe. Es cuanto puede
sacarse, y aún todo eso sólo se ve cuando ha llovido y el agua ha lavado la
piedra.
-¡Dios mío, pero si es la losa de Preben Svane y de su
mujer! -exclamó un hombre muy viejo; por su edad hubiera podido ser el abuelo de
todos los reunidos en la habitación-. Sí, aquel matrimonio fue uno de los
últimos que recibieron sepultura en el cementerio del antiguo convento. Era una
respetable pareja de mis años mozos. Todos los conocían y todos los querían;
eran la pareja más anciana de la ciudad. Corría el rumor de que poseían más de
una tonelada de oro, y, no obstante, vestían con gran sencillez, con prendas de
las telas más bastas, aunque siempre muy aseados. Formaban una simpática pareja
de viejos, Preben y su Marta. Daba gusto verlos sentados en aquel banco de la
alta escalera de piedra de la casa, bajo las ramas del viejo tilo, saludando y
gesticulando, con su expresión amable y bondadosa. En caritativos no había quien
les ganara; daban de comer a los pobres y los vestían, y ejercían su caridad con
delicadeza y verdadero espíritu cristiano. La mujer murió la primera; recuerdo
muy bien el día. Era yo un chiquillo y estaba con mi padre en casa del viejo
Preben, cuando su esposa acababa de fallecer; el pobre hombre estaba muy
emocionado, y lloraba como un niño. El cadáver se hallaba aún en el dormitorio
contiguo; Preben habló a mi padre y a varios vecinos de lo solo que iba a
encontrarse en adelante, de lo buena que ella había sido, de los muchos años que
habían vivido juntos y de cómo se habían conocido y enamorado. Yo era muy niño,
como he dicho, me limitaba a escuchar; pero me causó una enorme impresión oír al
viejo y ver como iba animándose poco a poco y le volvían los colores a la cara
al contar sus días de noviazgo, y cuán bonita había sido ella, y los inocentes
ardides de que él se había valido para verla. Y nos habló también del día de la
boda; sus ojos se iluminaron, y el buen hombre revivió aquel tiempo feliz... y
he aquí que ahora yacía ella muerta en el aposento contiguo, y él, viejo
también, hablando del tiempo de la esperanza... sí, así van las cosas. Entonces
era yo un niño, y hoy soy viejo, tan viejo como Preben Svane. Pasa el tiempo y
todo cambia. Me acuerdo muy bien del entierro; el viejo Preben seguía detrás del
féretro. Pocos años antes, el matrimonio había mandado esculpir su losa
sepulcral, con la inscripción y los nombres, todo excepto el año de la muerte;
al atardecer transportaron la piedra y la aplicaron sobre la tumba... para
volver a levantarla un año más tarde, cuando el viejo Preben fue a reunirse con
su esposa. No dejaron el tesoro del que hablaba la gente; lo que quedó fue para
una familia que residía muy lejos y de la que nadie sabía la menor cosa. La casa
de entramado de madera, con el banco en lo alto de la escalera de piedra bajo el
tilo, fue derribada por orden de la autoridad; era demasiado vieja y ruinosa
para dejarla en pie. Más tarde, cuando la iglesia conventual corrió la misma
suerte, y fue cerrado el cementerio, la losa sepulcral de Preben y su Marta fue
a parar, como todo lo demás de allí, a manos de quien quiso comprarlo, y ha
querido el azar que esta piedra no haya sido rota a pedazos y usada para
baldosa, sino que se ha quedado en la era, lugar de juego para los niños,
plataforma para la vajilla fregada de las sirvientas. La carretera empedrada
pasa hoy por encima del lugar donde descansan el viejo Preben y su mujer. ¿Quién
se acuerda ya de ellos?
Y el anciano meneó la cabeza melancólicamente.
-¡Olvidados! Todo se olvida -concluyó.
Y entonces se empezó a hablar de otras cosas; pero el
muchachito, un niño de grandes ojos serios, se había subido a una silla y miraba
a la era, donde la luna enviaba su blanca luz a la vieja losa, aquella piedra
que antes le pareciera siempre vacía y lisa, pero que ahora yacía allí como una
hoja entera de un libro de Historia. Todo lo que el muchacho acaba de oír acerca
de Preben y su mujer vivía en aquella losa; y él la miraba, y luego levantaba
los ojos hacia la clara luna, colgada en el alto cielo purísimo; era como si el
rostro de Dios brillase sobre la Tierra.
-¡Olvidado! Todo se olvida -se oyó en el cuarto, y en
el mismo momento un ángel invisible besó al niño en el pecho y en la frente y le
murmuró al oído: - ¡Guarda bien la semilla que te han dado, guárdala hasta el
día de su maduración! Por ti, hijo mío, esta inscripción borrada, esta losa
desgastada por la intemperie, resucitará en trazos de oro para las generaciones
venideras. El anciano matrimonio volverá a recorrer, cogido del brazo, las
viejas calles, y se sentará de nuevo, sonriente y con rojas mejillas, en la
escalera bajo el tilo, saludando a ricos y pobres. La semilla de esta hora
germinará a lo largo de los años, para transformarse en un florido poema. Lo
bueno y lo bello no cae en el olvido; sigue viviendo en la leyenda y en la
canción.
FIN
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