Cualquiera habría dicho que algo importante ocurría en la balsa del pueblo,
y, sin embargo, no pasaba nada. Todos los patos, tanto los que se mecían en el
agua como los que se habían puesto de cabeza -pues saben hacerlo-, de pronto se
pusieron a nadar precipitadamente hacia la orilla; en el suelo cenagoso quedaron
bien visibles las huellas de sus pies y sus gritos podían oírse a gran
distancia. El agua se agitó violentamente, y eso que unos momentos antes estaba
tersa como un espejo, en el que se reflejaban uno por uno los árboles y arbustos
de las cercanías y la vieja casa de campo con los agujeros de la fachada y el
nido de golondrinas, pero muy especialmente el gran rosal cuajado de rosas, que
bajaba desde el muro hasta muy adentro del agua. El conjunto parecía un cuadro
puesto del revés. Pero en cuanto el agua se agitaba, todo se revolvía, y la
pintura se esfumaba. Dos plumas que habían caído de los patos al desplegar las
alas, se balanceaban sobre las olas, como si soplase el viento; y, sin embargo,
no lo había. Por fin quedaron inmóviles: el agua recuperó su primitiva tersura y
volvió a reflejar claramente la fachada con el nido de golondrinas y el rosal
con cada una de sus flores, que eran hermosísimas, aunque ellas lo ignoraban
porque nadie se lo había dicho. El sol se filtraba por entre las delicadas y
fragantes hojas; y cada rosa se sentía feliz, de modo parecido a lo que nos
sucede a las personas cuando estamos sumidos en nuestros pensamientos.
-¡Qué bella es la vida! -decía cada una de las rosas-. Lo único que desearía
es poder besar al sol, por ser tan cálido y tan claro.
-Y también quisiera besar las rosas de debajo del agua: ¡se parecen tanto a
nosotras! Y besaría también a las dulces avecillas del nido, que asoman la
cabeza piando levemente; no tienen aún plumas como sus padres. Son buenos los
vecinos que tenemos, tanto los de arriba como los de abajo. ¡Qué hermosa es la
vida!
Aquellos pajarillos de arriba y de abajo -los segundos no eran sino el
reflejo de los primeros en el agua- eran gurriatos, hijos de gorriones; habían
ocupado el nido abandonado por las golondrinas el año anterior, y se encontraban
en él como en su propia casa.
-¿Son patitos los que allí nadan? -preguntaron los gurriatos al ver flotar en
el agua las plumas de las palmípedas.
-¡No pregunten tonterías! -replicó la madre-. ¿No ven que son plumas, prendas
de vestir vivas como las que yo llevo y que ustedes llevan también, sólo que las
nuestras son más finas? Por lo demás, me gustaría tenerlas aquí en el nido, pues
son muy calientes. Quisiera saber de qué se espantaron los patos. Habrá sucedido
algo en el agua. Yo no he sido, aunque confieso que he piado un poco fuerte.
Esas cabezotas de rosas deberían saberlo, pero no saben nada; mirarse en el
espejo y despedir perfume, eso es cuanto saben hacer. ¡Qué vecinas tan
aburridas!
-¡Escuchen los pajarillos de arriba! -dijeron las rosas-, hacen ensayos de
canto. No saben todavía, pero ya vendrá. ¡Qué bonito debe ser saber cantar! Es
delicioso tener vecinos tan alegres.
En aquel momento llegaron, galopando, dos caballos; venían a abrevar; un
zagal montaba uno de ellos, despojado de todas sus prendas de vestir, excepto el
sombrero, grande y de anchas alas. El mozo silbaba como si fuese un pajarillo, y
se metió con su cabalgadura en la parte más profunda de la balsa; al pasar junto
al rosal cortó una de sus rosas, se la prendió en el sombrero, para ir bien
adornado, y siguió adelante. Las otras rosas miraban a su hermana y se
preguntaban mutuamente:
-¿Adónde va?
Pero ninguna lo sabía.
-A veces me gustaría salir a correr mundo -dijo una de las flores a sus
compañeras-. Aunque también es muy hermoso este rincón verde en que vivimos.
Durante el día brilla el sol y nos calienta, y por la noche, el cielo es aún más
bello; podemos verlo a través de los agujeritos que tiene.
Se refería a las estrellas; pensaba que eran agujeros del cielo. ¡No llegaba
a más la ciencia de las rosas!
-Nosotros traemos vida y animación a estos parajes -dijo la gorriona-. Los
nidos de golondrina son de buen agüero, dice la gente; por eso se alegran de
tenernos. Pero aquel vecino, el gran rosal que se encarama por la pared, produce
humedad. Espero que se marche pronto, y en su lugar crezca trigo. Las rosas sólo
sirven de adorno y para perfumar el ambiente; a lo sumo, para sujetarlas al
sombrero. Todos los años se marchitan, lo sé por mi madre. La campesina las
conserva en sal, y entonces tienen un nombre francés que no sé pronunciar, ni me
importa; luego las esparce por la ventana cuando quiere que huela bien. ¡Y ésta
es toda su vida! No sirven más que para alegrar los ojos y el olfato. Ya lo
saben, pues.
Al anochecer, cuando los mosquitos empezaron a danzar en el aire tibio, y las
nubes adquirieron sus tonalidades rojas, se presentó el ruiseñor y cantó a las
rosas que en este mundo lo bello se parece a la luz del sol y vive eternamente.
Pero las rosas creyeron que el ruiseñor cantaba sus propias loanzas, y
cualquiera lo habría pensado también. No se les ocurrió que eran ellas el objeto
de su canto; sin embargo, experimentaron un gran placer y se preguntaban si tal
vez los gurriatos no se volverían a su vez ruiseñores.
-He comprendido muy bien lo que cantó el pájaro -dijeron los gurriatos-. Sólo
una palabra quisiera que me explicasen: ¿qué significa «lo bello»?
-No es nada -respondió la madre-, es una simple apariencia. Allá arriba, en
la finca de los señores, donde las palomas tienen su casa propia y todos los
días se les reparten guisantes y grano -yo he comido también con ellas, y algún
día vendrán ustedes: dime con quién andas y te diré quién eres-, pues en aquella
finca tienen dos pájaros de cuello verde y un mechoncito de plumas en la cabeza.
Pueden extender la cola como si fuese una gran rueda; tienen todos los colores,
hasta el punto de que duelen los ojos de mirarlos. Se llaman pavos reales, y son
la belleza. Sólo con que los desplumasen un poquitín, casi no se distinguirían
de nosotros. ¡Me entraban ganas de emprenderlas a picotazos con ellos, pero eran
tan grandotes!.
-Pues yo los voy a picotear -exclamó el benjamín de los gurriatos; el mocoso
no tenía aún plumas.
En el cortijo vivía un joven matrimonio que se quería tiernamente; los dos
eran laboriosos y despiertos, y su casa era un primor de bien cuidada. Los
domingos por la mañana salía la mujer, cortaba un ramo de las rosas más bellas y
las ponía en un florero, en el centro del armario.
-¡Ahora me doy cuenta de que es domingo! -decía el marido, besando a su
esposa; y luego se sentaban y lean un salmo, cogidos de las manos, mientras el
sol penetraba por las ventanas, iluminando las frescas rosas y a la enamorada
pareja.
-¡Este espectáculo me aburre! -dijo la gorriona, que lo contemplaba desde su
nido de enfrente; y echó a volar.
Lo mismo hizo una semana después, pues cada domingo ponían rosas frescas en
el florero, y el rosal seguía floreciendo tan hermoso. Los gorrioncitos, que ya
tenían plumas, hubieran querido lanzarse a volar con su madre, pero ésta les
dijo: -¡Quedaos aquí!- y se estuvieron quietecitos. Ella se fue, pero, como
suele ocurrir con harta frecuencia, de pronto quedó cogida en un lazo hecho de
crines de caballo, que unos muchachos habían colocado en una rama. Las crines
aprisionaron fuertemente la pata de la gorriona, tanto, que parecía que iban a
partirla. ¡Qué dolor y qué miedo! Los chicos cogieron el pájaro, oprimiéndole
terriblemente: -¡Sólo es un gorrión! -dijeron; pero no lo soltaron, sino que se
lo llevaron a casa, golpeándolo en el pico cada vez que chillaba.
En la casa había un viejo entendido en el arte de fabricar jabón para la
barba y para las manos, jabón en bolas y en pastillas. Era un viejo alegre y
trotamundos; al ver el gorrión que traían los niños, del que, según ellos, no
sabían qué hacer, les preguntó:
-¿Quieren que lo pongamos guapo?
Un estremecimiento de terror recorrió el cuerpo de la gorriona al oír
aquellas palabras. El viejo abrió su caja -que contenía colores bellísimos-,
tomó una buena porción de purpurina y, cascando un huevo que le proporcionaron
los chiquillos, separó la clara y untó con ella todo el cuerpo del avecilla,
espolvoreándolo luego con el oro. Y de este modo quedó la gorriona dorada,
aunque no pensaba en su belleza, pues se moría de miedo. Después, el jabonero
arrancó un trapo rojo del forro de su vieja chaqueta, lo cortó en forma de
cresta y lo pegó en la cabeza del pájaro.
-¡Ahora verán volar el pájaro de oro! -dijo, soltando al animalito, el cual,
presa de mortal terror, emprendió el vuelo por el espacio soleado. ¡Dios mío, y
cómo relucía! Todos los gorriones, y también una corneja que no estaba ya en la
primera edad, se asustaron al verlo, pero se lanzaron en su persecución, ávidos
de saber quién era aquel pájaro desconocido.
-¿De dónde, de dónde? -gritaba la corneja.
-¡Espera un poco, espera un poco! -decían los gorriones. Pero ella no estaba
para aguardar; dominada por el miedo y la angustia, se dirigió en línea recta
hacia su casa. Poco le faltaba para desplomarse rendida, pero cada vez era mayor
el número de sus perseguidores, grandes y chicos; algunos se disponían incluso a
atacarla.
-¡Fíjense en ése, fíjense en ése! -gritaban todos.
-¡Fíjense en ése, Fíjense en ése! -gritaron también sus crías cuando a madre
llegó al nido-. Seguramente es un pavito, tiene todos los colores, y hace daño a
los ojos, como dijo madre. ¡Pip! ¡Es la belleza!
Y arremetieron contra ella a picotazos, impidiéndole posarse en el nido; y
estaba la gorriona tan aterrorizada, que no fue capaz de decir ¡pip!, y mucho
menos, claro está, ¡soy su madre! Las otras aves la agredieron también, le
arrancaron todas las plumas, y la pobre cayó ensangrentada en medio del rosal.
-¡Pobre animal! -dijeron las rosas-. ¡Ven, te ocultaremos! ¡Apoya la cabecita
sobre nosotras!
La gorriona extendió por última vez las alas, luego las oprimió contra el
cuerpo y expiró en el seno de la familia vecina de las frescas y perfumadas
rosas.
-¡Pip! -decían los gurriatos en el nido-, no entiendo dónde puede estar
nuestra madre. ¿No será una treta suya, para que nos despabilemos por nuestra
cuenta y nos busquemos la comida? Nos ha dejado en herencia la casa, pero,
¿quién de nosotros se quedará con ella, cuando llegue la hora de constituir una
familia?
-Pues ya verán cómo los echo de aquí, el día en que amplíe mi hogar con mujer
e hijos -dijo el más pequeño.
-¡Yo tendré mujer e hijos antes que tú! -replicó el segundo.
-¡Yo soy el mayor! -gritó un tercero. Todos empezaron a increparse, a
propinarse aletazos y picotazos, y, ¡paf!, uno tras otro fueron cayendo del
nido; pero aún en el suelo seguían peleándose. Con la cabeza de lado, guiñaban
el ojo dirigido hacia arriba: era su modo de manifestar su enfado.
Sabían ya volar un poquitín; luego se ejercitaron un poco más y por último,
convinieron en que, para reconocerse si alguna vez se encontraban por esos
mundos de Dios, dirían tres veces ¡pip! y rascarían otras tantas con el pie
izquierdo.
El más pequeño, que había quedado en el nido, se instaló a sus anchas, pues
había quedado como único propietario; pero no duró mucho su satisfacción.
Aquella misma noche se incendió la casa: las rojas llamas estallaron a través de
las ventanas, prendieron en la paja seca del techo y, en un momento, el cortijo
entero quedó reducido a cenizas. El matrimonio pudo salvarse, pero el gurriato
murió abrasado.
Cuando salió el sol a la mañana siguiente y todo parecía despertar de un
sueño tranquilo y reparador, de la casa no quedaban más que algunas vigas
carbonizadas, que se sostenían contra la chimenea, lo único que seguía en pie.
De entre los restos salía aún una densa humareda; pero delante se alzaba, lozano
y florido, el rosal, cuyas ramas y flores se reflejaban en el agua límpida y
tranquila.
-¡Qué bellas son las rosas frente a la casa incendiada! -exclamó un hombre
que acertaba a pasar por allí-. Voy a tomar un apunte.
Sacó del bolsillo un lápiz y un cuaderno de hojas blancas -pues era pintor- y
dibujó los escombros humeantes, los maderos calcinados sobre la chimenea, que se
inclinaba cada vez más, y, en primer término, el gran rosal florido, que era
verdaderamente hermoso y constituía el motivo central del cuadro.
Pocas horas más tarde pasaron por el lugar dos de los gorriones que hablan
nacido allí.
-¿Dónde está la casa? -preguntaron-. ¿Dónde está el nido? ¡Pip! Todo se ha
consumido, y nuestro valiente hermano habrá muerto achicharrado. Le está bien
empleado por haberse querido quedar con el nido. Las rosas han escapado con
vida; helas ahí con sus mejillas coloradas. La desgracia del vecino las deja tan
frescas. No quiero dirigirles la palabra. Este sitio se me hace insoportable.
Y se echaron a volar.
En un hermoso y soleado día del siguiente otoño, que parecía de verano,
bajaron las palomas al seco y limpio suelo del patio que se extendía frente a la
gran escalera de la hacienda señorial. Las había negras y blancas y abigarradas,
sus plumas brillaban al sol, y las viejas madres decían a los pichones:
-¡Agruparse, chicos, agruparse! -pues así parecían mejor.
-¿Quién es ese pequeñín pardusco que salta entre nosotras? -preguntó una
paloma cuyos ojos despedían destellos rojos y verdes.
-¡Pequeñín, pequeñín! -dijo.
-¡Son gorriones, pobrecillos! Siempre hemos tenido fama de ser bondadosas,
dejémosles que se lleven unos granitos. Hablan poco entre ellos, y rascan tan
graciosamente con el pie.
Rascaban, en efecto; tres veces lo hicieron con el pie izquierdo, diciendo al
mismo tiempo «¡pip!». Y entonces se reconocieron: eran tres gorriones del nido
de la casa quemada.
-¡Qué bien se come aquí! -dijeron los gorriones.
Y las palomas se paseaban a su alrededor, pavoneándose y guardándose su
opinión.
-¡Fíjate en aquella buchona! -dijo una de las palomas a su vecina-. ¡Qué
manera de tragarse los arbejones! Come demasiados y se queda con los mejores
además. ¡Curr, curr! Mira cómo se le hincha el buche. ¡Vaya con el bicho feo y
asqueroso! ¡Curr, curr!
Y sus ojos despedían rojas chispas de indignación.
-¡Agruparse, agruparse! ¡Pequeñines, pequeñines!, ¡curr, curr!
Así discurrían las cosas entre las amables palomas y los pichones; y así es
de esperar que sigan discurriendo dentro de mil años.
Los gorriones se trataban a cuerpo de rey, se movían a sus anchas entre las
palomas, aunque no se encontraban en su elemento. Hartos al fin, se largaron,
mientras intercambiaban opiniones acerca de sus huéspedes. Saltaron luego la
valla del jardín y, como estuviese abierta la puerta de la habitación que daba a
él, uno saltó al umbral. Había comido muy bien y se sentía animoso.
-¡Pip! -dijo-, me lanzo.
-¡Pip! -dijo el otro-, también yo me lanzo, y más aún que tú.
Y se entró en la habitación. No había nadie en ella, y el tercero al verlo,
de una volada se plantó en el centro y dijo:
-¡O dentro del todo o nada! Son curiosos los nidos de los hombres. ¡Toma!
¿Qué es eso?
¡Eran las rosas de la vieja casa, que se reflejaban en el agua, y las vigas
carbonizadas, apoyadas contra la ruinosa chimenea! ¿Cómo había ido a parar
aquello a la habitación de la hacienda señorial?
Los tres gorriones se alzaron para volar por encima de las rosas y de la
chimenea, pero fueron a chocar contra una pared. Era un cuadro, un grande y
magnífico cuadro, que el pintor había compuesto a base de su apunte.
-¡Pip! - dijeron los gorriones-. ¡No es nada, sólo es apariencia! ¡Pip! ¡Esto
es la belleza! ¿Lo comprendes? ¡Yo no!
Y se alejaron volando, pues entraron personas en el cuarto.
Transcurrieron días y aún años; las palomas arrullaron muchas veces, por no
decir gruñeron, las muy enredonas. Los gorriones pasaron los inviernos helándose
y los veranos dándose la gran vida. Todos estaban ya prometidos o casados, como
se quiera. Tenían pequeñuelos y, como es natural, cada uno creía que los suyos
eran los más listos y hermosos. Uno volaba por aquí, otro por allá, y cuando se
encontraban se reconocían por su ¡Pip! y el triple rascar con el pie izquierdo.
La más vieja era una gorriona solterona, que no tenla nido ni polluelos. Deseosa
de irse a una gran ciudad, emprendió el vuelo hacia Copenhague.
Había allí, cerca del Palacio, una gran casa pintada de vivos colores, junto
al canal, donde amarraban barcos cargados de manzanas y muchas otras cosas. Las
ventanas eran más anchas por la parte inferior que por la superior, y si los
gorriones miraban dentro del edificio, cada habitación se les aparecía como un
tulipán, con mil colores y arabescos; y en el centro de la flor había personajes
blancos, de mármol, aunque algunos eran de yeso; pero esto no sabían
distinguirlo los ojos de los gorriones. En la cima de la casa había un grupo de
bronce, figurando una cuadriga guiada por la diosa de la Victoria; y todo era de
metal: el carro, los caballos y la diosa. Era el museo Thorwaldsen.
-¡Cómo brilla, cómo brilla! -dijo la gorriona-. Seguramente esto es la
belleza. ¡Pip! ¡Pero aquí es mucho mayor que en el pavo!
Recordaba que, siendo «niña», su madre le había dicho que la belleza más
grande estaba en el pavo. Bajó al patio, donde todo era magnífico, con palmeras
y ramas pintadas en las paredes; en el centro crecía un gran rosal lleno de
rosas que se extendía hasta el lado opuesto de una tumba. Voló hasta allí y se
encontró con varios gorriones que agitaban las alas. Dijeron «¡Pip!» y rascaron
tres veces con el pie izquierdo, aquel saludo tan querido que tantas veces
dirigió a unos y otros en el curso de su vida sin que nadie lo comprendiera,
pues los que una vez se separaron, no suelen volver a encontrarse todos los
días. Pero aquella forma de saludar se había convertido en hábito en ella, y he
aquí que ahora se topaba con dos viejos gorriones y uno joven, que decían
«¡Pip!» y rascaban con el pie izquierdo.
-¡Ah, hola, buenos días, buenos días!
Eran tres gorriones del viejo nido, con otro más joven que formaba parte de
la familia.
-¿Aquí nos encontramos? -dijeron-. Es un lugar muy distinguido, pero lo que
es comida no sobra. ¡Esto es la belleza! ¡Pip!
Entraron muchas personas, que venían de las salas laterales, donde se
hallaban las magníficas estatuas de mármol, y se dirigieron a la tumba que
guardaba los restos del gran maestro, autor de todas aquellas esculturas.
Cuantos se acercaban contemplaban con rostro radiante la sepultura de
Thorwaldsen; algunos recogían los pétalos de rosa caídos y los guardaban.
Algunos venían de muy lejos, de Inglaterra, Alemania y Francia; y la más hermosa
de las señoras cogió una rosa y se la prendió en el pecho. Pensaron entonces los
gorriones que allí reinaban las rosas, que la casa había sido construida para
ellas, y les pareció un tanto exagerado; pero viendo que los humanos mostraban
tanto amor por las flores, no quisieron ellos ser menos. -¡Pip! dijeron,
poniéndose a barrer el suelo con el rabo y guiñando el ojo a las rosas. No bien
las hubieron visto, quedaron persuadidos de que eran sus antiguas vecinas, y, en
efecto, lo eran. El pintor que dibujara el rosal junto a la vieja casa de campo
incendiada había obtenido permiso, ya avanzado el año, para trasplantarlo, y lo
había regalado al arquitecto, pues en ningún sitio crecían rosas tan hermosas.
El arquitecto había plantado el rosal sobre la tumba de Thorwaldsen, donde
florecía como símbolo de la Belleza, dando rosas encarnadas y fragantes, que los
turistas se llevaban como recuerdo a sus lejanos países.
-¿Han encontrado acomodo en la ciudad? -preguntaron los gorriones.
Las rosas contestaron con un gesto afirmativo, y, reconociendo a sus pardos
vecinos del estanque campesino, se alegraron de volver a verlos.
-¡Qué bello es vivir y florecer, encontrarse con antiguos amigos y conocidos
y ver siempre caras amables! Aquí es como si todos los días fuese una gran
fiesta.
-¡Pip! -dijeron los gorriones-. Sí, son nuestros antiguos vecinos; sus
descendientes de la balsa del pueblo se acuerdan de nosotros. ¡Pip! ¡Qué suerte
han tenido! Los hay que hasta durmiendo hacen fortuna. Y la verdad es que no
comprendo qué belleza puede haber en una cabeza roja como las suyas. ¡Allí hay
una hoja seca, la veo muy bien!
Se pusieron a picotearía hasta que cayó; pero el rosal quedó aún más lozano y
más verde, y las rosas siguieron enviando su perfume a la tumba de Thorwaldsen,
a cuyo nombre inmortal se había asociado su belleza.
FIN
|