1. - Sopa de palillo de morcilla
-¡Vaya comida la de ayer! -comentaba una vieja dama de la familia ratonil
dirigiéndose a otra que no había participado en el banquete-. Yo ocupé el puesto
vigésimo-primero empezando a contar por el anciano rey de los ratones, lo cual
no es poco honor. En cuanto a los platos, puedo asegurarte que el menú fue
estupendo. Pan enmohecido, corteza de tocino, vela de sebo y morcilla; y luego
repetimos de todo.
Fue como si comiéramos dos veces. Todo el mundo estaba de buen humor, y se
contaron muchos chistes y ocurrencias, como se hace en las familias bien
avenidas. No quedó ni pizca de nada, aparte los palillos de las morcillas, y por
eso dieron tema a la conversación. Imagínate que hubo quien afirmó que podía
prepararse sopa con un palillo de morcilla. Desde luego que todos conocíamos
esta sopa de oídas, como también la de guijarros, pero nadie la había probado, y
mucho menos preparado. Se pronunció un brindis muy ingenioso en honor de su
inventor, diciendo que merecía ser el rey de los pobres. ¿Verdad que es una
buena ocurrencia? El viejo rey se levantó y prometió elevar al rango de esposa y
reina a la doncella del mundo ratonil que mejor supiese condimentar la sopa en
cuestión. El plazo quedó señalado para dentro de un año.
-¡No estaría mal! -opinó la otra rata-. Pero, ¿cómo se prepara la sopa?
-Eso es, ¿cómo se prepara? - preguntaron todas las damas ratoniles, viejas y
jóvenes. Todas habrían querido ser reinas, pero ninguna se sentía con ánimos de
afrontar las penalidades de un viaje al extranjero para aprender la receta, y,
sin embargo, era imprescindible. Abandonar a su familia y los escondrijos
familiares no está al alcance de cualquiera. En el extranjero no todos los días
se encuentra corteza de queso y de tocino; uno se expone a pasar hambre, sin
hablar del peligro de que se te meriende un gato.
Estas ideas fueron seguramente las que disuadieron a la mayoría de partir en
busca de la receta. Sólo cuatro ratitas jóvenes y alegres, pero de casa humilde,
se decidieron a emprender el viaje.
Irían a los cuatro extremos del mundo, a probar quién tenía mejor suerte.
Cada una se procuró un palillo de morcilla, para no olvidarse del objeto de su
expedición; sería su báculo de caminante.
Iniciaron el viaje el primero de mayo, y regresaron en la misma fecha del año
siguiente. Pero sólo volvieron tres; de la cuarta nada se sabía, no había dado
noticias de sí, y había llegado ya el día de la prueba.
-¡No puede haber dicha completa! -dijo el rey de los ratones; y dio orden de
que se invitase a todos los que residían a muchas millas a la redonda. Como
lugar de reunión se fijó la cocina. Las tres ratitas expedicionarias se situaron
en grupo aparte; para la cuarta, ausente, se dispuso un palillo de morcilla
envuelto en crespón negro. Nadie debía expresar su opinión hasta que las tres
hubiesen hablado y el Rey dispuesto lo que procedía.
Vamos a ver lo que ocurrió.
2. De lo que había visto y aprendido la primera ratita en el curso de su
viaje
-Cuando salí por esos mundos de Dios -dijo la viajera- iba creída, como
tantas de mi edad, que llevaba en mí toda la ciencia del universo. ¡Qué ilusión!
Hace falta un buen año, y algún día de propina, para aprender todo lo que es
menester. Yo me fui al mar y embarqué en un buque que puso rumbo Norte. Me
habían dicho que en el mar conviene que el cocinero sepa cómo salir de apuros;
pero no es cosa fácil, cuando todo está atiborrado de hojas de tocino, toneladas
de cecina y harina enmohecida. Se vive a cuerpo de rey, pero de preparar la
famosa sopa ni hablar. Navegamos durante muchos días y noches; a veces el barco
se balanceaba peligrosamente, v otras las olas saltaban sobre la borda y nos
calaban hasta los huesos. Cuando al fin llegamos a puerto, abandoné el buque;
estábamos muy al Norte.
Produce una rara sensación eso de marcharse de los escondrijos donde hemos
nacido, embarcar en un buque que viene a ser como un nuevo escondrijo, y luego,
de repente, hallarte a centenares de millas y en un país desconocido. Había allí
bosques impenetrables de pinos y abedules, que despedían un olor intenso,
desagradable para mis narices. De las hierbas silvestres se desprendía un aroma
tan fuerte, que hacía estornudar y pensar en morcillas, quieras que no. Había
grandes lagos, cuyas aguas parecían clarísimas miradas desde la orilla, pero que
vistas desde cierta distancia eran negras como tinta. Blancos cisnes nadaban en
ellos; al principio los tomé por espuma, tal era la suavidad con que se movían
en la superficie; pero después los vi volar y andar; sólo entonces me di cuenta
de lo que eran. Por cierto que cuando andan no pueden negar su parentesco con
los gansos. Yo me junté a los de mi especie, los ratones de bosque y de campo,
que, por lo demás, son de una ignorancia espantosa, especialmente en lo que a
economía doméstica se refiere; y, sin embargo, éste era el objeto de mi viaje.
El que fuera posible hacer sopa con palillos de morcilla resultó para ellos una
idea tan inaudita, que la noticia se esparció por el bosque como un reguero de
pólvora; pero todos coincidieron en que el problema no tenía solución. Jamás
hubiera yo pensado que precisamente allí, y aquella misma noche, tuviese que ser
iniciada en la preparación del plato. Era el solsticio de verano; por eso,
decían, el bosque exhalaba aquel olor tan intenso, y eran tan aromáticas las
hierbas, los lagos tan límpidos, y, no obstante, tan oscuros, con los blancos
cisnes en su superficie. A la orilla del bosque, entre tres o cuatro casas,
habían clavado una percha tan alta como un mástil, y de su cima colgaban
guirnaldas y cintas: era el árbol de mayo. Muchachas y mozos bailaban a su
alrededor, y rivalizaban en quién cantaría mejor al son del violín del músico.
La fiesta duró toda la noche, desde la puesta del sol, a la luz de la Luna
llena, tan intensa casi como la luz del día, pero yo no tomé parte. ¿De qué le
vendría a un ratoncito participar en un baile en el bosque? Permanecí muy
quietecita en el blando musgo, sosteniendo muy prieto mi palillo. La luna
iluminaba principalmente un lugar en el que crecía un árbol recubierto de musgo,
tan fino, que me atrevo a sostener que rivalizaba con la piel de nuestro rey,
sólo que era verde, para recreo de los ojos.
De pronto llegaron, a paso de marcha, unos lindísimos y diminutos personajes,
que apenas pasaban de mi rodilla; parecían seres humanos, pero mejor
proporcionados. Se llamaban elfos y llevaban vestidos primorosos, confeccionados
con pétalos de flores, con adornos de alas de moscas y mosquitos, todos de muy
buen ver. Parecía como si anduviesen buscando algo, no sabía yo qué, hasta que
algunos se me acercaron. El más distinguido señaló hacia mi palillo y dijo:
«¡Uno así es lo que necesitamos! ¡Qué bien tallado! ¡Es espléndido!», y
contemplaba mi palillo con verdadero arrobo.
«Les prestaré, pero tienen que devolvérmelo», les dije.
«¡Te lo devolveremos!», respondieron a la una; lo cogieron y saltando y
brincando, se dirigieron al lugar donde el musgo era más fino, y clavaron el
palillo en el suelo. Querían también tener su árbol de mayo, y aquél resultaba
como hecho a medida. Lo limpiaron y acicalaron; ¡parecía nuevo!.
Unas arañitas tendieron a su alrededor hilos de oro y lo adornaron con
ondeantes velos y banderitas, tan sutilmente tejidos y de tal inmaculada
blancura a los rayos lunares, que me dolían los ojos al mirarlos. Tomaron
colores de las alas de la mariposa, y los espolvorearon sobre las telarañas, que
quedaron cubiertas como de flores y diamantes maravillosos, tanto, que yo no
reconocía ya mi palillo de morcilla. En todo el mundo no se habrá visto un árbol
de mayo como aquél. Y sólo entonces se presentó la verdadera sociedad de los
elfos; iban completamente desnudos, y aquello era lo mejor de todo. Me invitaron
a asistir a la fiesta, aunque desde cierta distancia, porque yo era demasiado
grandota.
Empezó la música. Era como si sonasen millares de campanitas de cristal, con
sonido lleno y fuerte; creí que eran cisnes los que cantaban, y me pareció
distinguir también las voces del cuclillo y del tordo. Finalmente, fue como si
el bosque entero se sumase al concierto; era un conjunto de voces infantiles,
sonido de campanas y canto de pájaros. Cantaban melodías bellísimas, y todos
aquellos sones salían del árbol de mayo de los elfos. Era un verdadero concierto
de campanillas y, sin embargo, allí no había nada más que mi palillo de
morcilla. Nunca hubiera creído que pudiesen encerrarse en él tantas cosas; pero
todo depende de las manos a que va uno a parar. Me emocioné de veras; lloré de
pura alegría, como sólo un ratoncillo es capaz de llorar.
La noche resultó demasiado corta, pero allí arriba, y en este tiempo, el sol
madruga mucho. Al alba se levantó una ligera brisa; se rizó la superficie del
agua de los lagos, y todos los delicados y ondeantes velos y banderas volaron
por los aires. Las balanceantes glorietas de tela de araña, los puentes
colgantes y balaustradas, o como quiera que se llamen, tendidos de hoja a hoja,
quedaron reducidos a la nada. Seis ellos volvieron a traerme el palillo y me
preguntaron si tenía yo algún deseo que pudieran satisfacer. Entonces les pedí
que me explicasen la manera de preparar la sopa de palillo de morcilla.
«Ya habrás visto cómo hacemos las cosas -dijo el más distinguido, riéndose-.
¿A que apenas reconocías tu palillo?».
«¡La verdad es que sois muy listos!», respondí, y a continuación les
expliqué, sin más preámbulos, el objeto de mi viaje y lo que en mi tierra
esperaban de él.
«¿Qué saldrán ganando el rey de los ratones y todo nuestro poderoso imperio
-dije- con que yo haya presenciado estas maravillas? No podré reproducirlas
sacudiendo el palillo y decir: Vean, ahí está la maderita, ahora vendrá la sopa.
Y aunque pudiera, sería un espectáculo bueno para la sobremesa, cuando la gente
está ya harta».
Entonces el elfo introdujo sus minúsculos dedos en el cáliz de una morada
violeta y me dijo:
«Fíjate; froto tu varita mágica. Cuando estés de vuelta a tu país y en el
palacio de tu rey, toca con la vara el pecho cálido del Rey. Brotarán violetas y
se enroscarán a lo largo de todo el palo, aunque sea en lo más riguroso del
invierno. Así tendrás en tu país un recuerdo nuestro y aún algo más por
añadidura».
Pero antes de dar cuenta de lo que era aquel «algo más», la ratita tocó con
el palillo el pecho del Rey, y, efectivamente, brotó un espléndido ramillete de
flores, tan deliciosamente olorosas, que el Soberano ordenó a los ratones que
estaban más cerca del fuego, que metiesen en él sus rabos para provocar cierto
olor a chamusquina, pues el de las violetas resultaba irresistible. No era éste
precisamente el perfume preferido de la especie ratonil.
-Pero, ¿qué hay de ese «algo más» que mencionaste? -preguntó el rey de los
ratones.
-Ahora viene lo que pudiéramos llamar el efecto principal -respondió la
ratita- y haciendo girar el palillo, desaparecieron todas las flores y quedó la
varilla desnuda, que entonces se empezó a mover a guisa de batuta.
«Las violetas son para el olfato, la vista y el tacto -dijo el elfo-; pero
tendremos que darte también algo para el oído y el gusto».
Y la ratita se puso a marcar el compás, y empezó a oírse una música, pero no
como la que había sonado en la fiesta de los elfos del bosque, sino como la que
se suele oír en las cocinas. ¡Uf, qué barullo! Y todo vino de repente; era como
si el viento silbara por las chimeneas; cocían cazos y pucheros, la badila
aporreaba los calderos de latón, y de pronto todo quedó en silencio. Se oyó el
canto del puchero cuando hierve, tan extraño, que uno no sabía si iba a cesar o
si sólo empezaba. Y hervía la olla pequeña, y hervía la grande, ninguna se
preocupaba de la otra, como si cada cual estuviese distraída con sus
pensamientos. La ratita seguía agitando la batuta con fuerza creciente, las
ollas espumeaban, borboteaban, rebosaban, bufaba el viento, silbaba chimenea.
¡Señor, la cosa se puso tan terrible, que la propia ratita perdió el palo!
-¡Vaya receta complicada! -exclamó el rey-. ¿Tardará mucho en estar preparada
la sopa?
-Eso fue todo -respondió la ratita con una reverencia.
-¿Todo? En este caso, oigamos lo que tiene que decirnos la segunda -dijo el
rey.
3. - De lo que contó la otra ratita
-Nací en la biblioteca del castillo -comenzó la segunda ratita-. Ni yo ni
otros varios miembros de mi familia tuvimos jamás la suerte de entrar en un
comedor, y no digamos ya en una despensa. Sólo al partir, y hoy nuevamente, he
visto una cocina. En la biblioteca pasábamos hambre, y eso muy a menudo, pero en
cambio adquirimos no pocos conocimientos. Nos llegó el rumor de la recompensa
ofrecida por la preparación de una sopa de palillos de morcilla, y ante la
noticia, mi vieja abuela sacó un manuscrito. No es que supiera leer, pero había
oído a alguien leerlo en voz alta, y le había chocado esta observación: «Cuando
se es poeta, se sabe preparar sopa con palillos de morcilla». Me preguntó si yo
era poetisa; le dije yo que ni por asomo, y entonces ella me aconsejó que
procurase llegar a serlo. Me informé de lo que hacía falta para ello, pues
descubrirlo por mis propios medios se me antojaba tan difícil como guisar la
sopa. Pero mi abuela había asistido a muchas conferencias, y enseguida me
respondió que se necesitaban tres condiciones: inteligencia, fantasía y
sentimiento. «Si logras hacerte con estas tres cosas -añadió- serás poetisa y
saldrás adelante con tu palillo de morcilla». Así, me lancé por esos mundos
hacia Poniente, para llegar a ser poetisa.
La inteligencia, bien lo sabía, es lo principal para todas las cosas: las
otras dos condiciones no gozan de tanto prestigio; por eso fui, ante todo, en
busca de ella. Pero, ¿dónde habita? Ve a las hormigas y serás sabio; así dijo un
día un gran rey de los judíos. Lo sabía también por la biblioteca, y ya no
descansé hasta que hube encontrado un gran nido de hormigas. Me puse al acecho,
dispuesta a adquirir la sabiduría.
Las hormigas constituyen, efectivamente, un pueblo muy respetable; son la
pura sensatez; todos sus actos son un ejemplo de cálculo, como un problema del
que puedes hacer la prueba y siempre te resulta exacto; todo se reduce a
trabajar y poner huevos; según ellas, esto es vivir en el tiempo y procurar para
la eternidad; y así lo hacen. Se clasifican en hormigas puras e impuras; el
rango consiste en un número, la reina es el número uno, y su opinión es la única
acertada; se ha tragado toda la ciencia, y esto era de gran importancia para mí.
Contaba tantas cosas y se mostraba tan inteligente, que a mí me pareció
completamente tonta. Dijo que su nido era lo más alto del mundo; pero contiguo
al nido había un árbol mucho más alto, no cabía discusión, y por eso no se
hablaba de ello. Un atardecer, una hormiga se extravió y trepó por el tronco;
llegó no sólo hasta la copa, sino más arriba de cuanto jamás hubiera llegado una
hormiga; entonces se volvió, y se encontró de nuevo en casa. En el nido contó
que fuera había algo mucho más alto; pero algunas de sus compañeras opinaron que
aquella afirmación era una ofensa para todo el estado, y por eso la hormiga fue
condenada a ser amordazada y encerrada a perpetuidad. Poco tiempo después subió
al árbol otra hormiga e hizo el mismo viaje e idéntico descubrimiento, del cual
habló también, aunque, según dijeron, con circunspección y palabras ambiguas; y
como, por añadidura, era una hormiga respetable, de la clase de las puras, le
prestaron crédito, y cuando murió le erigieron, por sus méritos científicos, un
monumento consistente en una cáscara de huevo. Un día vi cómo las hormigas iban
de un lado a otro con un huevo a cuestas. Una de ellas perdió el suyo, y por
muchos esfuerzos que hacía para cargárselo de nuevo, no lo lograba. Se le
acercaron entonces otras dos y la ayudaron con todas sus fuerzas, hasta el
extremo de que estuvieron a punto de perder también los suyos; entonces
desistieron de repente, por aquello de que la caridad bien ordenada empieza por
uno mismo. La reina, hablando del incidente, declaró que en aquella acción se
habían puesto de manifiesto a la par el corazón y la inteligencia. Estas dos
cualidades nos sitúan a la cabeza de todos los seres racionales. ¡La razón debe
ser en todo momento la predominante, y yo poseo la máxima! -se incorporó sobre
sus patas posteriores, destacando sobre todo las demás-; yo no podía errar el
golpe, y sacando la lengua, me la zampé. «¡Ve a las hormigas y serás sabio!».
¡Ahora tenía la reina!
Me acerqué al árbol de marras: era un roble de tronco muy alto y enorme copa;
¡los años que tendría! Sabía yo que en él habitaba un ser vivo, una mujer
llamada Dríada, que nace con el árbol y con él muere; me lo habían dicho en la
biblioteca; y he aquí que me hallaba ahora en presencia de un árbol de aquella
especie y veía al hada, que, al descubrirme, lanzó un grito terrible. Como todas
las mujeres, siente terror ante los ratones; pero tenía otro motivo, además,
pues yo podía roer el árbol del que dependía su vida. Le dirigí palabras
amistosas y cordiales, para tranquilizarla, y me tomó en su delicada mano. Al
enterarse de por qué recorría yo el mundo, me prometió que tal vez aquella misma
noche obtendría yo uno de los dos tesoros que andaba buscando. Me contó que
Fantasio era hermoso como el dios del amor, y además muy amigo suyo, y que se
pasaba muchas horas descansando entre las frondosas ramas de su árbol, las
cuales rumoreaban entonces de modo mucho más intenso y amoroso que de costumbre.
Solía llamarla su dríada, dijo, y al roble, su árbol. El roble, corpulento,
poderoso y bello, respondía perfectamente a su ideal; las raíces penetran
profunda y firmemente en el suelo, el tronco y la copa se elevan en la atmósfera
diáfana y entran en contacto con los remolinos de nieve, con los helados vientos
y con los calurosos rayos del sol, todo a su debido tiempo. Y dijo también:
«Allá arriba los pájaros cantan y cuentan cosas de tierras extrañas. En la única
rama que está seca ha hecho su nido una cigüeña; es un bello adorno, y además
nos enteramos de las maravillas del país de las pirámides. Todo eso deleita a
Fantasio, pero no tiene bastante; yo tengo que hablarle de la vida en el bosque
desde el tiempo en que era pequeñita y mi árbol era tan endeble, que una ortiga
podía ocultarlo, hasta los días actuales, en que es tan grande y poderoso.
Quédate aquí entre las asperillas y presta atención; en cuanto llegue Fantasio,
veré la manera de arrancar una pluma de sus alas. Cógela, ningún poeta tuvo otra
mejor; ¡tendrás bastante!».
Y llegó Fantasio, le fue arrancada la pluma y yo me hice con ella; mas
primero hube de ponerla en agua para que se ablandase, pues habría costado mucho
digerirla; luego la roí. No es cosa fácil llegar a ser poeta, antes hay que
digerir muchas cosas. Y he aquí que tenía ya dos condiciones: el entendimiento y
la fantasía, y por ellas supe que la tercera se encontraba en la biblioteca,
puesto que un gran hombre ha afirmado, de palabra y por escrito, que hay novelas
cuyo exclusivo objeto es liberar a los hombres de las lágrimas superfluas, o
sea, que son una especie de esponjas que absorben los sentimientos. Me acordé de
algunos de esos libros, que me habían parecido siempre en extremo apetitosos;
estaban tan desgastados a fuerza de leídos, y tan grasientos, que forzosamente
habrían absorbido verdaderos raudales de lágrimas.
Regresé a la biblioteca de mi tierra, devoré casi una novela entera -claro
que sólo la parte blanda, o sea, la novela propiamente dicha, dejando la
corteza, la encuadernación-. Cuando hube devorado a ésta y una segunda a
continuación, noté que algo se agitaba dentro de mí, por lo que me comí parte de
una tercera, y quedé ya convertida en poetisa; así me lo dije para mis adentros,
y también lo dijeron los demás. Me dolía la cabeza, me dolía la barriga, qué sé
yo los dolores que sentía. Me puse a imaginar historias referentes a un palillo
de morcilla, y muy pronto tuve tanta madera en la cabeza, que volaban las
virutas. Sí, la reina de las hormigas poseía un talento nada común. Me acordé de
un hombre que al meterse en la boca una astilla blanca quedó invisible, junto
con la astilla. Pensé en aquello de «tocar madera», «ver una viga en el ojo
ajeno», «de tal palo tal astilla», en una palabra, todos mis pensamientos se
hicieron leñosos, y se descomponían en palillos, tarugos y maderos. Y todos
ellos me daban temas para poesías, como es natural cuando una es poetisa, y yo
he llegado a serlo. Por eso podré deleitaros cada día con un palillo y una
historia. Ésta es mi sopa.
-Oigamos a la tercera -dijo el rey.
-¡Pip, pip! -se oyó de pronto en la puerta de la cocina, y la cuarta ratita,
aquella que habían dado por muerta, entró corriendo, y con su precipitación
derribó el palillo envuelto en el crespón de luto. Había viajado día y noche, en
un tren de mercancías, aprovechando una ocasión que se le había presentado, y
por un pelo no llegó demasiado tarde. Se adelantó; parecía excitadísima; había
perdido el palillo, pero no el habla, y tomó la palabra sin titubear, como si la
hubiesen estado esperando y sólo a ella desearan oír, sin que les importase un
comino el resto del mundo. Habló enseguida y dijo todo lo que tenía en el buche.
Llegó tan de improviso, que nadie tuvo tiempo de atajarla, ni a ella ni su
discurso. ¡Escuchémosla!
4. De lo que contó la cuarta ratita, que tomó la palabra antes que la tercera
-Me fui directamente a la gran ciudad -dijo-; no recuerdo cómo se llama,
tengo muy mala memoria para nombres. Me metí en un cargamento de mercancías
confiscadas, y de la estación me llevaron al juzgado, y me fui a ver al
carcelero. Él me habló de sus detenidos, y especialmente de uno que había
pronunciado palabras imprudentes que habían sido repetidas y cundido entre el
pueblo. «Todo esto no es más que sopa de palillo de morcilla -me dijo-; ¡pero
esta sopa puede costarle la cabeza!». Aquello despertó mi interés por el preso,
y, aprovechando una oportunidad, me deslicé en su celda. No hay puerta tan bien
cerrada que no tenga un agujerillo para un ratón. El hombre estaba macilento,
llevaba una larga barba, y tenía los ojos grandes y brillantes. La lámpara
humeaba, pero las paredes ya estaban acostumbradas, y no por eso se volvían más
negras. El preso mataba el tiempo trazando en ellas versos y dibujos, blanco
sobre negro, lo cual hacía muy bonito, pero no los leí. Creo que se aburría, y
por eso fui un huésped bienvenido. Me atrajo con pedacitos de pan, silbándome y
dirigiéndome palabras cariñosas. Se mostraba tan contento de verme, que le tomé
confianza y nos hicimos amigos. Compartía conmigo el pan y el agua, y me daba
queso y salchichón. Yo me daba una buena vida, pero debo confesar que lo que más
me atraía era la compañía. El hombre permitía que trepara por sus manos y
brazos, hasta el extremo de las mangas; dejaba que me paseara por sus barbas y
me llamaba su amiguita. Me encariñé con él, pues la simpatía siempre es mutua,
hasta el punto de olvidarme del objeto de mi viaje, y dejé el palillo en una
grieta del suelo, donde debe seguir todavía. Yo quería quedarme donde estaba; si
me iba, el pobre preso no tendría a nadie, y esto es demasiado poco en este
mundo. ¡Ay! Yo me quedé, pero él no. La última vez me habló tristemente, me dio
ración doble de miga de pan y trocitos de queso, y además me envió un beso con
los dedos. Se fue y no volvió; ignoro su historia. «¡Sopa de palillo de
morcilla!», exclamó el carcelero; y yo me fui con él. Pero hice mal en
confiarme; cierto que me tomó en la mano, pero me encerró en una jaula
giratoria. ¡Horrible! Corre una sin parar, sin moverse nunca del mismo sitio, ¡y
se ríen de ti, por añadidura!
La nieta del carcelero era una monada de criatura, con un cabello rubio y
ondulado, ojos alegres y una eterna sonrisa en la boca.
«¡Pobre ratita!», dijo, y se acercó a mi horrible jaula y descorrió el
pestillo de hierro. Y yo salté de un brinco al arco de la ventana, y de allí al
canalón del tejado. ¡Libre, libre! Era mi único pensamiento, y no me acordaba en
absoluto del objeto de mi viaje.
Oscurecía, era ya noche y busqué refugio en una vieja torre, donde vivían el
guardián y una lechuza. No me inspiraban confianza, especialmente la segunda,
que se parece a los gatos y tiene la mala costumbre de comerse a los ratones.
Pero todo el mundo puede equivocarse, y eso es lo que yo hice, pues se trataba
de una vieja lechuza en extremo respetable y muy culta; sabía más que el
guardián, y casi tanto como yo. Las lechuzas jóvenes metían gran barullo y se
excitaban por las cosas más insignificantes. «¡No hagamos sopa de palillos de
morcilla!», les decía ella, y esto era lo más duro que se le ocurría decir; tal
era su afecto por la familia. Me pareció tan simpática, que le grité «¡pip!»
desde mi escondite. Aquella muestra de confianza le gustó, y me prometió tomarme
bajo su protección. Podía estar tranquila: ningún animal me causaría daño ni me
mataría; me guardaría para el invierno, cuando llegaran los días de hambre.
Era, desde luego, un animal muy listo; me explicó que el guardián no podía
tocar sin ayuda del cuerno que llevaba colgado del cinto. «Se hace el importante
y se cree la lechuza de la torre. Piensa que tocar el cuerno es una gran cosa,
y, sin embargo, de poco le sirve. ¡Sopa de palillos de morcilla!». Entonces yo
le pedí la receta de esta sopa, y me dio la siguiente explicación: «Eso de sopa
de palillos de morcilla es una expresión de los humanos, y tiene diversos
sentidos, y cada cual cree acertado el que le da. Es, como si dijéramos; nada
entre dos platos. Y, de hecho, es esto: nada».
«¡Nada!», exclamé, como herida por un rayo. La verdad no siempre es
agradable, pero, después de todo, es lo mejor que hay en el mundo. Y así lo dijo
también la vieja lechuza. Yo me puse a reflexionar y comprendí que si les traía
lo mejor, les daría algo que vale mucho más que una sopa de palillos de
morcilla. Y así me di prisa por llegar a tiempo, trayendo conmigo lo que hay de
más alto y mejor: la verdad, Los ratones son un pueblo ilustrado e inteligente,
y el rey reina sobre todos. No dudo que, por amor a la verdad, me elevará a la
dignidad de reina.
-¡Tu verdad es mentira! -protestó la ratita que no había podido hablar- ¡Yo
sé cocinar la sopa y lo haré!
5. Cómo fue guisada la sopa
-Yo no salí de viaje -comenzó la tercera ratita, que no pudo hacer uso de la
palabra sino en cuarto lugar-. Me quedé en el país, y eso es lo más acertado.
¿Para qué viajar, si aquí se encuentra todo? Me quedé en casa, pues, y no he
consultado a seres sobrenaturales, ni me he tragado nada que valga la pena de
contar, ni he hablado con lechuzas. Mi saber procede de mi propia capacidad de
reflexión. Hagan el favor de disponer el caldero y llenarlo de agua hasta el
borde. Luego enciendan fuego y hagan hervir el agua; tiene que hervir. Echen
después en ella el palillo de morcilla, y a continuación, que Su Majestad se
digne meter el rabo en el agua hirviente y agitar con él el caldo.
Cuanto más tiempo esté agitándolo Su Majestad, más buena saldrá la sopa. No
cuesta nada ni requiere más aditamentos, ¡todo está en el agitar!
-¿No podría hacerlo algún otro ratón? -preguntó el rey.
- No -respondió la ratita-, la virtud se encierra sólo en el rabo del rey de
los ratones.
Hirvió el agua, el rey se situó al lado del caldero, cuyo aspecto era
verdaderamente peligroso. Alargó el rabo como hacen los ratones en la lechería
cuando sacan la nata de un tazón y luego se lamen la cola. Pero se limitó a
poner la suya en el vapor ardiente y, pegando un brinco, dijo:
-¡Desde luego, tú y no otra serás la reina! La sopa puede aguardar a que
celebremos las bodas de oro. Entretanto, los pobres de mi reino podrán alegrarse
con esta esperanza, y tendrán alegría para largo tiempo.
Y se celebró la boda. Pero muchos ratones dijeron, al regresar a sus casas:
-No debiera llamarse sopa de palillos de morcilla, sino de cola de ratón.
En su opinión, todo lo que habían contado estaba muy bien, pero el conjunto
dejaba algo que desear.
-Yo, por ejemplo, lo habría explicado de tal y tal modo...
Era la crítica, siempre tan inteligente... pasada la ocasión.
* * *
La historia dio la vuelta al mundo; las opiniones diferían, pero la narración
se conservó. Y esto es lo principal, así en las cosas grandes como en las
pequeñas, incluso con la sopa de palillos de morcilla. ¡No esperéis que os la
agradezcan!
FIN
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