En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol! La
gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten
en negros. Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los
países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear, como hacía en su tierra,
aunque pronto se acostumbró a lo contrario. Él y toda la gente sensata debían
quedarse puertas adentro. Celosías y puertas se mantenían cerradas el día
entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella.
Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma
que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo
inaguantable. Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le
pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a
adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol
también la debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche,
cuando el sol se había puesto.
Era digno de verse. En cuanto entraba luz en el cuarto,
la sombra se estiraba por toda la pared, incluso hasta el techo, tenía que
hacerlo para recuperar su fuerza. El sabio salía al balcón, para desperezarse, y
así que las estrellas asomaban en el maravilloso aire puro, era para él como
volver a vivir. En todos los balcones de la calle -y en los países cálidos todos
los huecos tienen balcones- había gente asomada, porque uno tiene que respirar,
por muy acostumbrado que se esté a ser de caoba. Había gran animación, arriba y
abajo. Los zapateros, los sastres, todo el mundo estaba en la calle, fuera
estaban las mesas y las sillas, y brillaban las luces -sí, más de mil había
encendidas-. Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y rodaban los
coches, los asnos pasaban -¡tilín, tilín, tilín!- sonando los cascabeles. Había
entierros y cantos fúnebres, los chicos disparaban cohetes y las campanas
volteaban -sí, había una vida tremenda en la calle-. Sólo la casa frente a la
del sabio extranjero estaba en silencio completo. Y, sin embargo, alguien vivía
en ella, porque había flores en el balcón que crecían espléndidamente al calor
del sol, para lo que necesitaban ser regadas -luego, alguien debía haber allí.
La puerta del balcón aparecía también abierta por la tarde, pero el interior
estaba en sombra, por lo menos en la habitación delantera. De dentro llegaba
sonido de música. Al sabio extranjero le pareció extraordinaria la música, pero
bien podía ser pura imaginación suya, porque todo lo encontraba extraordinario
en los países cálidos -excepto lo referente al sol-. Su casero dijo que no sabía
quién había alquilado la casa, no se veía a nadie, y en cuanto a la música se
refería, creía que era horriblemente aburrida.
-Es como si alguien tratase de ensayar una pieza que no
puede dominar, siempre la misma. «¡Pues lo tengo que sacar!», dice, pero no lo
consigue por mucho que toque.
Una noche el extranjero despertó; dormía con la puerta
del balcón abierta. La cortina se levantó con el viento, y le pareció que venía
una luz fantástica del balcón de enfrente. Todas las flores resplandecían como
llamas de los colores más espléndidos y en medio de las flores se encontraba una
esbelta, atractiva doncella, que parecía también resplandecer. De tal forma lo
deslumbró, que abrió los ojos desmesuradamente y se despertó del todo. De un
salto estuvo en el suelo, muy despacio se acercó a la cortina pero la doncella
había desaparecido, el resplandor se había apagado; las flores no brillaban,
pero seguían siendo tan bonitas como siempre; la puerta estaba entornada y de
las profundidades venía una música tan suave y encantadora, que inspiraba los
más dulces pensamientos. Era, sin embargo, como cosa de magia -y ¿quién vivía
allí? ¿Dónde estaba la verdadera entrada? Todo el piso bajo era una tienda tras
otra y no era posible que la gente pasara por ellas.
Una noche el extranjero estaba sentado en su balcón,
con una luz encendida en el cuarto a espaldas suyas, por lo que, como es
natural, su sombra estaba en la pared de enfrente. Sí, allí estaba sentada
exactamente enfrente entre las flores del balcón, y cuando el extranjero se
movía, también se movía la sombra, porque así es como hacen las sombras.
-Parece como si mi sombra fuese el único ser vivo que
se viera enfrente -dijo el sabio-. Con qué delicadeza se sienta entre las
flores. La puerta está entreabierta, ¡si la sombra fuese tan lista como para
entrar, mirar en torno suyo y venir después a contarme lo que hubiera visto! Sí,
haz algo útil -dijo en broma-. ¡Vamos entra! ¡Vamos, ahora!
Y le hizo gestos con la cabeza a la sombra, y la sombra
le correspondió:
-¡Anda, pero no te pierdas!
Y el extranjero se levantó, y su sombra allá en el
balcón de enfrente se levantó también; y el extranjero se volvió y la sombra se
volvió también; si por acaso alguien hubiera estado observando, hubiera visto
claramente que la sombra se colaba por la puerta entornada en la casa de
enfrente, al tiempo que el extranjero entraba en su cuarto y corría la larga
cortina tras de sí.
A la mañana siguiente salió el sabio a tomar café y
leer los periódicos.
-¿Qué pasa? -dijo, cuando salió al sol-. ¡Me he quedado
sin sombra! Se marchó anoche de verdad y no ha vuelto aún. ¡Qué fastidio!
Y eso lo enojó, no tanto porque la sombra se hubiera
ido, sino porque sabía la existencia de una historia sobre el hombre sin sombra,
conocida por todos en su patria allá en los países fríos, y en cuanto el sabio
regresara y contase la suya, dirían que la había copiado, y eso no le hacía
maldita gracia. Por tanto, no diría una palabra, lo cual estaba muy bien
pensado.
Por la noche salió de nuevo al balcón. Había colocado
la luz detrás de sí, en la debida posición, porque sabía que la sombra gusta de
tener siempre a su dueño por pantalla, pero no pudo atraerla. Se encogió, se
estiró, pero no había sombra alguna que volviera. Dijo:
-¡Ejem! ¡Ejem! -pero sin resultado.
Era un fastidio, pero en los países cálidos todo crece
tan rápidamente que al cabo de ocho días observó, con gran satisfacción, que le
crecía una sombra de las piernas cuando salía el sol -quizá la raíz había
quedado dentro-. A las tres semanas, tenía una sombra de considerables
dimensiones que, cuando regresó a su patria en los países nórdicos, creció más y
más durante el viaje, hasta que al final era tan larga y tan grande que la mitad
hubiera bastado.
De esta forma regresó el sabio a su casa y escribió
libros sobre cuanto había de verdadero en el mundo, lo que había de bueno y de
hermoso, y pasaron días y pasaron años; pasaron muchos años.
Una noche estaba sentado en su cuarto cuando llamaron
muy quedamente a la puerta.
-¡Adelante! -contestó, pero nadie entró. Así es que fue
a abrir y vio ante él a un hombre tan sumamente delgado que quedó atónito. Por
lo demás, el hombre iba espléndidamente vestido, debía ser una persona
distinguida.
-¿Con quién tengo el honor de hablar? -preguntó el
sabio.
-¡Ah!, ya pensé que no me reconocería -dijo el hombre
elegante-. Me he hecho tan corpóreo que hasta tengo carne y ropas. Seguro que
nunca había pensado usted en verme en tal prosperidad. ¿No reconoce usted a su
vieja sombra? No creía usted que volvería, ¿verdad? Me ha ido espléndidamente
desde que estuve con usted. ¡He sido, en todos los sentidos, muy afortunado! Si
tuviera que rescatar mi libertad, podría hacerlo -y repiqueteó un manojo de
preciosos dijes que colgaban del reloj y pasó la mano por la gruesa cadena de
oro que llevaba al cuello. ¡Huy!, todos los dedos fulguraron con anillos de
diamantes, todos auténticos.
-No, no puedo hacerme idea de lo que significa esto
-dijo el sabio.
-Ya, no es nada corriente -dijo la sombra-, pero usted
tampoco es nada corriente y yo, bien sabe usted, desde que era así de chiquito
he seguido sus huellas. En cuanto usted descubrió que yo estaba a punto para ir
solo por el mundo, seguí mi camino. Me encuentro en una situación
excepcionalmente afortunada, pero me ha acometido cierto deseo de volverlo a ver
antes de que usted muera -porque usted ha de morir-. También me gustaría visitar
este país, porque la patria siempre tira. Veo que tiene usted otra sombra. ¿Le
debo algo a ella, o bien a usted? Hágame el favor de decírmelo.
-¡Bueno! ¿Pero eres tú? -dijo el sabio- ¡Es
extraordinario! ¡Nunca habría creído que la vieja sombra de uno pudiera regresar
como persona!
-Dígame cuánto le debo -dijo la sombra-, porque no me
gustaría deberle nada.
-¿Cómo puedes hablar así? -dijo el sabio-. ¿De qué
deuda hablas? No me debes nada. Me alegra extraordinariamente tu suerte.
Siéntate, querido amigo, y cuéntame cómo te ha ido y lo que viste en la casa de
enfrente, allá en los países cálidos.
-Sí que le contaré -dijo la sombra, y se sentó-, pero
antes me tiene usted que prometer que no ha de decirle a nadie en la ciudad,
caso de que nos encontremos, que yo he sido su sombra. Pienso casarme; puedo de
sobra mantener una familia.
-¡Estate tranquilo! -dijo el sabio-. No le diré a nadie
quién eres en realidad. Ésta es mi mano. ¡Palabra de hombre!
-¡Palabra de sombra! -dijo la sombra, que era lo que le
correspondía decir.
Era, por otra parte, de veras notable lo humana que se
había vuelto la sombra. Vestía del más riguroso negro y el paño más selecto,
botas de charol y sombrero que podía cerrarse, hasta quedar reducido a corona y
alas -sin hablar de lo ya mencionado: dijes, cadenas de oro y anillos de
diamantes. Ya lo creo: la sombra iba extraordinariamente bien vestida, y era
precisamente esto la que la hacía tan humana.
-Ahora voy a contarle -dijo la sombra, y plantó sus
botas de charol lo más fuerte que pudo sobre el brazo de la nueva sombra del
sabio, que yacía como un perro faldero a sus pies. Y esto lo hizo bien por
orgullo, bien con la intención de que se le quedase pegada. Y la sombra del
suelo permaneció quieta y en silencio, resuelta a no perder detalle; deseaba,
sobre todo, enterarse de cómo puede uno manumitirse y llegar a convertirse en su
propio señor.
-¿Sabe usted quién vivía en la casa de enfrente? -dijo
la sombra-. ¡La más bella de todas, la Poesía! Estuve allí tres semanas y su
efecto ha sido como si hubiera vivido tres mil años y hubiera leído cuanto se ha
cantado y se ha escrito. Lo digo y es cierto. ¡Lo he visto todo y lo sé todo!
-¡La Poesía! -gritó el sabio-. Sí, sí, vive con
frecuencia en las grandes ciudades, en soledad. ¡La Poesía! ¡Sí la vi tan sólo
un instante, pero el sueño pesaba en mis ojos! Estaba en el balcón y brillaba
como brilla la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Estabas en el balcón, entraste
por la puerta, ¿y después?
-Me encontré en la antesala -dijo la sombra-. Lo que
usted siempre veía era la antesala. No había luz alguna, sólo una especie de
crepúsculo, pero las puertas daban unas a otras en una larga serie de salas y
salones; y estaba tan iluminado, que la luz me hubiera matado de haber ido
directamente ante la doncella; pero fui prudente, y tomé tiempo -como debe
hacerse.
-¿Y entonces qué viste? -preguntó el sabio.
-Lo vi todo, y se lo contaré, pero... no es orgullo por
mi parte; pero... como ser libre que soy y con los conocimientos que tengo, para
no hablar de mi buena posición, mis excelentes relaciones... , desearía que me
llamase de usted.
-¡Dispense usted! -dijo el sabio-. Son los viejos
hábitos los que más cuesta abandonar. Tiene usted toda la razón y lo tendré
presente. Pero cuénteme ahora lo que vio.
-¡Todo! -dijo la sombra-. Lo vi todo y lo sé todo.
-¿Qué aspecto tenían los cuartos interiores? -preguntó
el sabio-. ¿Eran como el fresco bosque? ¿Eran como un templo? ¿Eran los cuartos
como el cielo estrellado, cuando se está en las altas montañas?
-¡Todo estaba allí! -dijo la sombra-. No entré hasta el
final, me quedé en el cuarto delantero, a media luz, pero era un puesto
excelente, ¡lo vi todo y lo supe todo! He estado en la corte de la Poesía, en la
antesala.
-¿Pero qué es lo que vio? ¿Estaban en el gran salón
todos los dioses de la Antigüedad? ¿Luchaban allí los viejos héroes? ¿Jugaban
niños encantadores y contaban sus sueños?
-Le digo que estuve allí y debe comprender que vi todo
lo que había que ver. Si usted hubiera estado allí, no se habría convertido en
ser humano, pero yo sí. Y además aprendí a conocer lo íntimo de mi naturaleza,
lo congénito, el parentesco que tengo con la Poesía. Sí, cuando estaba con usted
no pensaba en ello, pero siempre, sabe usted, al salir y al ponerse el sol, me
hacía extrañamente largo; a la luz de la luna me recortaba casi con mayor
precisión que usted. Yo no entendía entonces mi naturaleza, en la antesala se me
reveló. Me volví ser humano. Al salir había completado mi madurez, pero usted ya
no estaba en los países cálidos. Me avergoncé como hombre de ir como iba,
necesitaba botas, trajes, todo este barniz humano, que hace reconocible al
hombre. Me refugié -sí, puedo decírselo, usted no lo contará en ningún libro-,
me refugié en las faldas de una vendedora de pasteles, bajo ellas me escondí; la
mujer no tenía idea de lo que ocultaba. No salí hasta que llegó la noche; corrí
por la calle a la luz de la luna. Me estiré sobre la pared -¡qué deliciosas
cosquillas produce en la espalda! Corrí arriba y abajo, curioseé por las
ventanas más altas, tanto en el salón como en la buhardilla. Miré donde nadie
puede mirar, y vi lo que ningún otro ve, lo que nadie debe ver. Si bien se
considera, éste es un cochino mundo. No querría ser hombre, si no fuera porque
está bien considerado el serlo. Vi las cosas más inimaginables en las mujeres,
los hombres, los padres y los encantadores e incomparables niños; vi -dijo la
sombra- lo que ningún hombre debe conocer, pero lo que todos se perecerían por
saber: lo malo del prójimo. Si hubiera publicado un periódico, ¡lo que se
hubiera leído! Pero yo escribía directamente a la persona en cuestión y se
producía el pánico en todas las ciudades adonde iba. Llegaron a tenerme terror y
grandísima consideración. Los profesores me nombraron profesor, los sastres me
hacían trajes nuevos -no me faltaba de nada. El tesorero del reino acuñaba
monedas para mí y las mujeres decían que yo era muy guapo -y así llegué a ser el
hombre que soy. Y ahora me despido. Ésta es mi tarjeta. Vivo en la acera del sol
y estoy siempre en casa cuando llueve.
Y la sombra se marchó.
-¡Qué extraordinario! -dijo el sabio.
Pasó tiempo y tiempo y la sombra volvió.
-¿Cómo le va? -preguntó.
-¡Ay! -dijo el sabio-. Escribo acerca de lo verdadero,
lo bueno y lo bello, pero nadie se interesa por mi obra. Estoy desesperado,
porque son cosas a las que concedo gran importancia.
-Pues a mí no me ocurre igual -dijo la sombra-. Yo,
mientras, engordando, que es lo que hemos de procurar. Usted no entiende el
mundo y terminará por caer enfermo. Tiene que viajar. Me iré de viaje este
verano. Venga conmigo. Me gustaría llevar un compañero. ¿Quiere usted venir
conmigo, como mi sombra? Será para mí un gran placer el llevarle, ¡le pago el
viaje!
-¡Qué disparate! -dijo el sabio.
-¡Según como se mire! -dijo la sombra-. El viajar le
sentará de maravilla. Si consiente usted en ser mi sombra, todo correrá de mi
cuenta.
-¡Esto ya es el colmo! -protestó el sabio.
-Pero así va el mundo -dijo la sombra-, y así seguirá
-y se marchó.
Las cosas no le iban nada bien al sabio, la pena y la
preocupación seguían haciendo presa en él, y sus opiniones sobre lo verdadero,
lo bueno y lo bello interesaban tanto al público como las rosas a una vaca
-hasta que al final cayó enfermo de consideración.
-¡Parece usted totalmente una sombra! -le decía la
gente, y esto le produjo un escalofrío, porque le hizo pensar en ella.
-Lo que debe hacer es tomar las aguas -dijo la sombra,
que vino de visita-. No hay nada igual. Lo llevaré conmigo, por el aquel de
nuestra vieja amistad. Yo pago el viaje y usted se encarga de llevar un diario
con lo que me resultará el camino más divertido. Quiero ir a un balneario, mi
barba no crece como debiera -eso es también una enfermedad- y una barba es algo
indispensable. Sea razonable y acepte la invitación, viajaremos como amigos, por
supuesto.
Y así viajaron; la sombra hacía de señor y el señor
hacía de sombra. Fueron juntos en coche, a caballo, a pie -al lado uno de otro,
delante o detrás, según la posición del sol. La sombra sabía ponerse siempre en
el lugar del señor, mientras el sabio no prestaba atención a semejante cosa.
Tenía un corazón excelente y era sumamente cortés y afectuoso, así que un día le
dijo a la sombra:
-Puesto que nos hemos convertido en compañeros de viaje
y, además, hemos crecido juntos desde la infancia, ¿por qué no nos tuteamos?
Sería más íntimo.
-En eso que dice -contestó la sombra, que ahora era el
verdadero señor- hay mucha franqueza y buena intención, por lo que seré
igualmente bienintencionado y franco. Usted, como sabio que es, sabe sin duda lo
especial que es la naturaleza. Hay quien no aguanta el roce del papel gris, lo
pone enfermo. A otros se les pasa todo el cuerpo si se rasca un clavo contra un
vidrio. Lo mismo siento yo cuando lo oigo tutearme, es como si me empujasen de
nuevo a mi primer empleo con usted. No se trata de orgullo, sino, como verá, de
una sensación. Pero si no puedo permitirle que me trate de tú, con mucho gusto
lo tutearé a usted, como fórmula de compromiso.
Y así la sombra tuteó a su antiguo señor.
-¡Qué absurdo -pensó éste- que yo le hable de usted y
él me tutee! -pero no tuvo más remedio que aguantarlo.
Al fin llegaron a un balneario, donde había muchos
extranjeros, y entre ellos una encantadora princesa que padecía la enfermedad de
tener una vista agudísima, lo que era en extremo alarmante.
Al instante observó que el recién llegado era por
completo diferente a los otros.
-Dicen que ha venido para hacer crecer su barba, pero
yo veo la verdadera causa- no tiene sombra.
Llena de curiosidad, entabló inmediatamente
conversación con el caballero extranjero durante el paseo. Como princesa que
era, no se andaba con muchos miramientos, por lo que le dijo:
-A usted lo que le ocurre es que no tiene sombra.
-Vuestra Alteza Real debe haber mejorado notablemente
-dijo la sombra-. Sé que su dolencia consiste en que ve demasiado bien, pero
debe haber desaparecido; está curada. Precisamente yo tengo una sombra muy
extraña. ¿No ha visto a la persona que siempre me acompaña? Otros tienen una
sombra vulgar, pero yo detesto lo corriente. Igual que se viste al criado con
librea de mejor paño que el que uno usa, he ataviado a mi sombra como si fuese
una persona. Vea que hasta le he proporcionado una sombra. Es muy costoso, pero
me gusta tener algo excepcional.
-¿Cómo? ¿Será posible que me haya curado de verdad?
-pensó la Princesa-. ¡Este balneario es único! El agua tiene en nuestros días
propiedades asombrosas. Pero no me marcho, porque ahora comienza a estar esto
divertido. El extranjero me gusta extraordinariamente. Con tal de que no le
crezca la barba y se marche.
Por la noche, en el gran salón, bailaron la princesa y
la sombra. Ella era ligera, pero más aún lo era él. Nunca había tenido la
Princesa pareja semejante. Ella le dijo qué país era el suyo y él lo conocía. Lo
había visitado, en ocasión en que ella estaba ausente. Había curioseado por las
ventanas aquí y allá y visto de todo, por lo que pudo contestar a la Princesa y
hacer alusiones que la dejaron estupefacta.
-Debe ser el hombre más sabio del mundo -pensó, tal era
su admiración por lo que sabía.
Y cuando bailaron de nuevo, la Princesa quedó
enamoradísima, de lo que la sombra se dio cuenta, porque ella lo atravesaba con
su mirada. A esto siguió otro baile y ella estuvo a punto de decírselo, pero
mantuvo su serenidad y pensó en su país y en su reino, y en las muchas personas
sobre las que reinaría.
-Es un sabio -se dijo-, lo cual es cosa buena. Y baila
espléndidamente, lo cual es también bueno. Pero me pregunto si tendrá
conocimientos profundos, y eso es también importante. Intentaré examinarlo.
Y entonces comenzó poco a poco a hacerle las más
difíciles preguntas, que ni ella misma hubiera podido contestar; y la sombra
puso una cara sumamente extraña.
-¡No sabe usted la respuesta! -dijo la Princesa.
-Lo aprendí de párvulo -dijo la sombra-. Creo que hasta
mi sombra, allí junto a la puerta, sabrá contestar.
-¡Su sombra! -dijo la Princesa-. Sería en verdad
extraordinario.
-Bueno, no digo que lo sepa -dijo la sombra-, pero creo
que sí. Me ha seguido y oído durante tantos años, que creo que sí. Pero Vuestra
Alteza Real permitirá que le advierta que pone tanto empeño en hacerse pasar por
una persona, que para tenerle de buen humor -y debe estarlo para contestar bien-
ha de ser tratado precisamente como una persona.
-Me complacerá hacerlo -dijo la Princesa.
Y se acercó al sabio que estaba junto a la puerta y
habló con él del sol y de la luna, de unos y de otros, y él contestó con todo
acierto y cordura.
-¿Cómo será este hombre, cuando tiene una sombra tan
sabia? -pensó ella-. Será una auténtica bendición para mi pueblo y mi reino, si
lo elijo como esposo.
Y ambos estuvieron de acuerdo, la Princesa y la sombra,
pero nadie debía saberlo antes de que ella regresase a su reino.
-¡Nadie, ni siquiera mi sombra! -dijo la sombra, y
tenía sus particulares razones para ello.
Tras esto, fueron al país donde reinaba la Princesa,
una vez que había ella regresado.
-Escucha, amigo mío -dijo la sombra al sabio-. He
llegado a ser cuan afortunado y poderoso puede ser un hombre. Ahora haré algo
extraordinario por ti. Vivirás siempre conmigo en Palacio, irás conmigo en mi
carroza real y tendrás cien mil escudos al año. Pero permitirás que todos te
llamen sombra; no deberás decir nunca que fuiste hombre, y una vez al año,
cuando me siente al sol en el balcón para mostrarme al pueblo, tendrás que
tenderte a mis pies, como debe hacerlo una sombra. Has de saber que me caso con
la Princesa. Esta noche será la boda.
-¡No, eso es monstruoso! -dijo el sabio-. ¡No quiero,
no lo haré! ¡Sería defraudar al país y a la Princesa! ¡Lo diré todo! Que yo soy
el hombre y tú la sombra. ¡Que apenas eres un disfraz!
-No lo creerá nadie -dijo la sombra-. ¡Sé razonable o
llamo a la guardia!
-¡Iré a ver a la Princesa! -dijo el sabio.
-Pero yo iré primero -dijo la sombra-, y tú irás al
calabozo.
Y así fue, porque los centinelas lo obedecieron al
saber que iba a casarse con la Princesa.
-¡Estás temblando! -dijo la Princesa, cuando la sombra
fue a visitarla-. ¿Ha ocurrido algo? No irás a ponerte enfermo esta noche, en
que vamos a casarnos.
-Me ha sucedido la cosa más terrible que pueda ocurrir
-dijo la sombra-. ¡Imagínate -claro, una pobre cabeza de sombra como ésa es
incapaz de resistir mucho-; imagínate, mi sombra se ha vuelto loca, cree que
ella es el hombre y que yo -imagínate, si puedes-, que yo soy su sombra!
-¡Qué horror! -dijo la Princesa-. ¿Lo habrán encerrado,
supongo?
-Sí. Me temo que nunca recupere la razón.
-¡Pobre sombra! -dijo la Princesa-. Qué desdicha para
él. Sería una verdadera obra de caridad liberarlo de la mezquina vida que lleva
y cuando pienso en ello, creo que se hace preciso el quitársela con toda
discreción.
-Resulta cruel -dijo la sombra- porque era un buen
sirviente -y pareció dar un suspiro.
-¡Qué nobles sentimientos! -dijo la Princesa.
Por la noche, toda la ciudad estaba iluminada y los
cañones hicieron ¡pum! y los soldados presentaron armas. ¡Qué boda aquélla! La
Princesa y la sombra se asomaron al balcón para mostrarse y recibir una vez más
las aclamaciones.
El sabio no se enteró de nada, porque le habían quitado
la vida.
FIN |