Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los
guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices
jugando con ellos. Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con
sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la
batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta
de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fábrica. No
obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera
línea, delante de todos, incitándolo a ser el más valiente.
Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche
cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los
soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes. Y
así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de
plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco,
casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella.
Las noches se sucedían de prisa, una tras otra, y el
soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su
amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una
batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valentía. Por la noche,
cuando ella le preguntaba si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia
que no. Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron
inadvertidos por el travieso que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada
vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo admonitorio
señalaba al pobre soldadito. Finalmente, una noche, el travieso estalló.
-¡Eh, tú, deja de mirar a la bailarina! -el pobre
soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:
-No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy
contenta de hablar contigo.
Y lo dijo ruborizándose. ¡Pobres estatuillas de plomo,
tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor! Pero un día fueron
separados, cuando el niño colocó al soldadito en el borde de una ventana.
-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo,
porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!
El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de
una mesa para jugar. Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de
su puesto de guardia. Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte
viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el
vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del
fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de
verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y pequeños
riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos
aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela
cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas,
evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron
de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a
las paredes de los edificios. Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado
en tierra, chorreando agua.
-¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo
hubiera llevado a casa -dijo uno.
-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro,
y se lo metió en un bolsillo. Al otro lado de la calle descendía un riachuelo,
el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo.
-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero! -dijo el
pequeño que lo había recogido.
Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un
navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla
que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las
aguas turbias era alto. Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron cómo
pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita
zozobrante.
¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para
asustarlo, a él que había arrasado tantos y tantos peligros en sus batallas! La
alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final
zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos. Después del naufragio,
el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las
profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente,
pero sobre todo había uno que lo angustiaba más que ningún otro: era el de no
volver a ver jamás a su bailarina...
De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su
destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de una enorme Ave, que
se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su
uniforme. Sin embargo, el Ave no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada
comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había
tendido en el río. Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto
con otros pájaros tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa
en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado.
-Este ejemplar parece apropiado para los invitados de
esta noche -dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un
mostrador. El Ave acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para
limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.
-¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -gritó, y fue
en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de
plomo al que le faltaba una pierna.
-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer
al soldadito mutilado que había perdido.
-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de esta Ave!
¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!
Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su
hermanita había colocado a la bailarina. Un milagro había reunido de nuevo a los
dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban
lo que había sucedido desde su separación. Pero el destino les reservaba otra
malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a
la bailarina, la hizo caer en el fuego . El soldadito de plomo, asustado, vio
como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su
calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla. ¡Qué gran enemigo es el
fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose
con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos
esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia,
volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas
peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse. El plomo de la peana de uno se
mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de
corazón. A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por
allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el
pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron
siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en
forma de corazón. |