Érase una vez un aeronauta que terminó malamente. Estalló su globo, cayó el
hombre y se hizo pedazos. Dos minutos antes había enviado a su ayudante a tierra
en paracaídas; fue una suerte para el ayudante, pues no sólo salió indemne de la
aventura, sino que además se encontró en posesión de valiosos conocimientos
sobre aeronáutica; pero no tenía globo, ni medios para procurarse uno.
Como de un modo u otro tenía que vivir, acudió a la prestidigitación y artes
similares; aprendió a hablar con el estómago y lo llamaron ventrílocuo. Era
joven y de buena presencia, y bien vestido siempre y con bigote, podía pasar por
hijo de un conde. Las damas lo encontraban guapo, y una muchacha se prendó de
tal modo de su belleza y habilidad, que lo seguía a todas las ciudades y países
del extranjero; allí él se atribuía el título de «profesor»; era lo menos que
podía ser.
Su idea fija era procurarse un globo y subir al espacio acompañado de su
mujercita. Pero les faltaban los recursos necesarios.
-Ya Llegarán -decía él.
-¡Ojalá! -respondía ella.
-Somos jóvenes, y yo he llegado ya a profesor. ¡Las migas también son pan!
Ella le ayudaba abnegadamente vendiendo entradas en la puerta, lo cual no
dejaba de ser pesado en invierno. Y le ayudaba también en sus trucos. El
prestidigitador introducía a su mujer en el cajón de la mesa, un cajón muy
grande; desde allí, ella se escurría a una caja situada detrás, y ya no aparecía
cuando se volvía a abrir el cajón. Era lo que se llama una ilusión óptica.
Pero una noche, al abrir él el cajón, la mujer no estaba ni allí ni en la
caja; no se veía ni oía en toda la sala. Aquello era un truco de la joven, la
cual ya no volvió, pues estaba harta de aquella vida. Él se hartó también,
perdió su buen humor, con lo que el público se aburría y dejó de acudir. Los
negocios se volvieron magros, y la indumentaria, también; al fin no le quedó más
que una gruesa pulga, herencia de su mujer; por eso la quería. La adiestró,
enseñándole varios ejercicios, entre ellos el de presentar armas y disparar un
cañón; claro que un cañón pequeño.
El profesor estaba orgulloso de su pulga, y ésta lo estaba de sí misma. Había
aprendido algunas cosas, llevaba sangre humana y había estado en grandes
ciudades, donde fue vista y aplaudida por príncipes y princesas. Aparecía en
periódicos y carteles, sabía que era famosa y capaz de alimentar, no ya a un
profesor, sino a toda una familia.
A pesar de su orgullo y su fama, cuando viajaban ella y el profesor, lo
hacían en cuarta clase; la velocidad era la misma que en primera. Existía entre
ellos un compromiso tácito de no separarse nunca ni casarse: la pulga se
quedaría soltera, y el profesor, viudo. Viene a ser lo mismo.
-Nunca debe volverse allí donde se encontró la máxima felicidad -decía el
profesor. Era un psicólogo, y también esto es una ciencia.
Al fin recorrieron todos los países, excepto los salvajes. En ellos se comían
a los cristianos, bien lo sabía el profesor; pero no siendo él cristiano de pura
cepa, ni la pulga un ser humano acabado, pensó que no había gran peligro en
visitarlos y a lo mejor obtendrían pingües beneficios.
Efectuaron el viaje en barco de vapor y de vela; la pulga exhibió sus
habilidades, y de este modo tuvieron el pasaje gratis hasta la tierra de
salvajes.
Gobernaba allí una princesa de sólo 18 años; usurpaba el trono que
correspondía a su padre y a su madre, pues tenía voluntad y era tan agradable
como mal criada.
No bien la pulga hubo presentado armas y disparado el cañón, la princesa
quedó tan prendada de ella que exclamó:
-¡Ella o nadie!
Se había enamorado salvajemente, además de lo salvaje que ya era de suyo.
-Mi dulce y razonable hijita -le dijo su padre-. ¡Si al menos se pudiese
hacer de ella un hombre!
-Eso déjalo de mi cuenta, viejo -replicó la princesa. Lo cual no es manera de
hablar sobretodo en labios de una princesa; pero no olvidemos que era salvaje.
Puso la pulga en su manita.
-Ahora eres un hombre; vas a reinar conmigo. Pero deberás hacer lo que yo
quiera; de lo contrario, te mataré y me comeré al profesor.
A éste le asignaron por vivienda un espacioso salón, cuyas paredes eran de
caña de azúcar; podía lamerlas, si quería, pero no era goloso. Le dieron también
una hamaca para dormir, y en ella le parecía encontrarse en un globo
aerostático, cosa que siempre había deseado y que era su idea fija.
La pulga se quedó con la princesa, ya en su mano, ya en su lindo cuello. El
profesor arrancó un cabello a la princesa y lo ató por un cabo a la pata de la
pulga, y por el otro, a un pedazo de coral que la dama llevaba en el lóbulo de
la oreja.
«¡Qué bien lo pasamos todos, incluso la pulga!», pensaba el profesor. Pero no
se sentía del todo satisfecho; era un viajero innato, y gustaba ir de ciudad en
ciudad y leer en los periódicos elogios sobre su tenacidad e inteligencia, pues
había enseñado a una pulga a conducirse como una persona. Se pasaba los días en
la hamaca ganduleando y comiendo. Y no creáis que comía cualquier cosa: huevos
frescos, ojos de elefante y piernas de jirafa asadas. Es un error pensar que los
caníbales sólo viven de carne humana; ésta es sólo una golosina.
-Espalda de niño con salsa picante es un plato exquisito -decía la madre de
la princesa.
El profesor se aburría. Sentía ganas de marcharse del país de los salvajes,
pero no podía hacerlo sin llevarse la pulga: era su maravilla y su sustento.
¿Cómo cogerla? Ahí estaba la cosa.
El hombre venga darle vueltas y más vueltas a la cabeza, hasta que, al fin,
dijo:
-¡Ya lo tengo!
-Padre de la princesa, permítanme que haga algo. ¿Quieren que enseñe a los
habitantes a presentar armas? A esto lo llaman cultura en los grandes países del
mundo.
-¿Y a mí qué puedes enseñarme? -preguntó el padre.
-Mi mayor habilidad -respondió el profesor-. Disparar un cañón de modo que
tiemble toda la tierra, y las aves más apetitosas del cielo caigan asadas. La
detonación es de gran efecto, además.
-¡Venga el cañón! -dijo el padre de la princesa.
Pero en todo el país no había más cañón que el que había traído consigo el
profesor, y éste resultaba demasiado pequeño.
-Fundiré otro mayor -dijo el profesor-. Proporcionadme los medios necesarios.
Me hace falta tela de seda fina, aguja e hilo, cuerdas, cordones y gotas
estomacales para globos que se hinchan y elevan; ellas producen el estampido en
el estómago del cañón.
Le facilitaron cuanto pedía.
Todo el pueblo acudió a ver el gran cañón. El profesor no lo había convocado
hasta que tuvo el globo dispuesto para ser hinchado y emprender la ascensión.
La pulga contemplaba el espectáculo desde la mano de la princesa. El globo se
hinchó, tanto, que sólo con gran dificultad podía ser sujetado; estaba hecho un
salvaje.
-Tengo que subir para enfriarlo -dijo el profesor, sentándose en la barquilla
que colgaba del globo-. Pero yo solo no puedo dirigirlo; necesito un ayudante
entendido, y de cuantos hay aquí, sólo la pulga puede hacerlo.
-Se lo permito, aunque a regañadientes -dijo la princesa, pasando al profesor
la pulga que tenía en la mano.
-¡Soltad las amarras! -gritó él-. ¡Ya sube el globo!
Los presentes entendieron que decía:
-¡Cañón!
El aerostato se fue elevando hacia las nubes, alejándose del país de los
salvajes.
La princesita, con su padre y su madre y todo el pueblo, quedaron esperando.
Y todavía siguen esperando, y si no lo crees, vete al país de los salvajes,
donde todo el mundo habla de la pulga y el profesor, convencidos de que volverán
en cuanto el cañón se enfríe. Pero lo cierto es que no volverán nunca, pues
están entre nosotros, en su tierra, y viajan en primera clase, no ya en cuarta.
El globo ha resultado un buen negocio. Nadie les pregunta de dónde lo sacaron;
son gente rica y honorable la pulga y el profesor.
FIN
|