Sin duda conoces la historia de Holger Danske. No te la
voy a contar, y sólo te preguntaré si recuerdas que «Holger Danske conquistó la
vasta tierra de la India Oriental, hasta el término del mundo, hasta aquel árbol
que llaman árbol del Sol», según narra Christen Pedersen. ¿Sabes quién es
Christen Pedersen? No importa que no lo conozcas. Allí, Holger Danske confirió
al Preste Juan poder y soberanía sobre la tierra de la India. ¿Conoces al Preste
Juan? Bueno eso tampoco tiene importancia, pues no ha de salir en nuestra
historia. En ella te hablamos del árbol del Sol «de la tierra de Indias
Orientales, en el extremo del mundo», según creían entonces los que no habían
estudiado Geografía como nosotros. Pero tampoco esto importa.
El árbol del Sol era un árbol magnífico, como nosotros
nunca hemos visto ni lo verás tú. Su copa abarcaba un radio de varias millas; en
realidad era todo un bosque, y cada rama, aún la más pequeña, era como un árbol
entero. Había palmeras, hayas, pinos, en fin, todas las especies de árboles que
crecen en el vasto mundo, brotaban allí cual ramitas de las ramas grandes, y
éstas, con sus curvaturas y nudos, parecían a su vez valles y montañas, y
estaban revestidas de un verdor aterciopelado y cuajado de flores. Cada rama era
como un gran prado florido o un hermosísimo jardín.
El sol enviaba sus rayos bienhechores; por algo era el
árbol del Sol, y en él se reunían las aves de todos los confines del mundo: las
procedentes de las selvas vírgenes americanas, las que venían de las rosaledas
de Damasco y de los desiertos y sabanas del África, donde el elefante y el león
creen reinar como únicos soberanos. Venían las aves polares y también la cigüeña
y la golondrina, naturalmente. Pero no sólo acudían las aves: el ciervo, la
ardilla, el antílope y otros mil animales veloces y hermosos se sentían allí en
su casa. La copa del árbol era un gran jardín perfumado, y en ella, el centro de
donde las ramas mayores irradiaban cual verdes colinas, levantábase un palacio
de cristal, desde cuyas ventanas se veían todos los países del mundo. Cada torre
se erguía como un lirio, y se subía a su cima por el interior del tallo, en el
que había una escalera. Como se puede comprender fácilmente, las hojas venían a
ser como unos balcones a los que uno podía asomarse, y en lo más alto de la flor
había una gran sala circular, brillante y maravillosa, cuyo techo era el cielo
azul, con el sol y las estrellas. No menos soberbios, aunque de otra forma, eran
los vastos salones del piso inferior del palacio, en cuyas paredes se reflejaba
el mundo entero. En ellas podía verse todo lo que sucedía, y no hacía falta leer
los periódicos, los cuales, por otra parte, no existían. Todos los sucesos
desfilaban en imágenes vivientes sobre la pared; claro que no era posible
atender a todas, pues cada cosa tiene sus límites, valederos incluso para el más
sabio de los hombres, y el hecho es que allí moraba el más sabio de todos. Su
nombre es tan difícil de pronunciar, que no sabrías hacerlo aunque te empeñaras,
de manera que vamos a dejarlo. Sabía todo lo que un hombre puede saber y todo lo
que se sabrá en esta Tierra nuestra, con todos los inventos realizados y los que
aún quedan por realizar; pero no más, pues, como ya dijimos, todo tiene sus
límites. El sabio rey Salomón, con ser tan sabio, no le llegaba en ciencia ni a
la mitad. Ejercía su dominio sobre las fuerzas de la Naturaleza y sobre
poderosos espíritus. La misma Muerte tenía que presentársele cada mañana con la
lista de los destinados a morir en el transcurso del día; pero el propio rey
Salomón tuvo un día que fallecer, y éste era el pensamiento que, a menudo y con
extraña intensidad, ocupaba al sabio, al poderoso señor del palacio del árbol
del Sol. También él, tan superior a todos los demás humanos en sabiduría, estaba
condenado a morir. No lo ignoraba; y sus hijos morirían asimismo; como las hojas
del bosque, caerían y se convertirían en polvo. Como desaparecen las hojas de
los árboles y su lugar es ocupado por otras, así veía desvanecerse el género
humano, y las hojas caídas jamás renacen; se transforman en polvo, o en otras
partes del vegetal. ¿Qué es de los hombres cuando viene el Ángel de la Muerte?
¿Qué significa en realidad morir? El cuerpo se disuelve, y el alma... sí, ¿qué
es el alma? ¿Qué será de ella? ¿Adónde va? «A la vida eterna», respondía,
consoladora, la Religión. Pero, ¿cómo se hace el tránsito? ¿Dónde se vive y
cómo? «Allá en el cielo -contestaban las gentes piadosas-, allí es donde vamos».
«¡Allá arriba! -repetía el sabio, levantando los ojos al sol y las estrellas-,
¡allá arriba!»
Y veía, dada la forma esférica de la Tierra, que el
arriba y el abajo eran una sola y misma cosa, según el lugar en que uno se halle
en la flotante bola terrestre. Si subía hasta el punto culminante del Planeta,
el aire, que acá abajo vemos claro y transparente, el «cielo luminoso» se
convertía en un espacio oscuro, negro como el carbón y tupido como un paño, y el
sol aparecía sin rayos ardientes, mientras nuestra Tierra estaba como envuelta
en una niebla de color anaranjado. ¡Qué limitado era el ojo del cuerpo! ¡Qué
poco alcanzaba el del alma! ¡Qué pobre era nuestra ciencia! El propio sabio
sabía bien poco de lo que tanto nos importaría saber.
En la cámara secreta del palacio se guardaba el más
precioso tesoro de la tierra: «El libro de la Verdad». Lo leía hoja tras hoja.
Era un libro que todo hombre puede leer, aunque sólo a fragmentos. Ante algunos
ojos las letras bailan y no dejan descifrar las palabras. En algunas páginas la
escritura se vuelve a veces tan pálida y borrosa, que parecen hojas en blanco.
Cuanto más sabio se es, tanto mejor se puede leer, y el más sabio es el que más
lee. Nuestro sabio podía además concentrar la luz de las estrellas, la del sol,
la de las fuerzas ocultas y la del espíritu. Con todo este brillo se le hacía
aún más visible la escritura de las hojas. Mas en el capítulo titulado «La vida
después de la muerte» no se distinguía ni la menor manchita. Aquello lo
acongojaba. ¿No conseguiría encontrar acá en la Tierra una luz que le hiciese
visible lo que decía «El libro de la Verdad»?
Como el sabio rey Salomón, comprendía el lenguaje de
los animales, oía su canto y su discurso, mas no por ello adelantaba en sus
conocimientos. Descubrió en las plantas y los metales fuerzas capaces de alejar
las enfermedades y la muerte, pero ninguna capaz de destruirla. En todo lo que
había sido creado y él podía alcanzar, buscaba la luz capaz de iluminar la
certidumbre de una vida eterna, pero no la encontraba. Tenía abierto ante sus
ojos «El libro de la Verdad», mas las páginas estaban en blanco. El Cristianismo
le ofrecía en la Biblia la consoladora promesa de una vida eterna, pero él se
empeñaba vanamente en leer en su propio libro.
Tenía cinco hijos, instruidos como sólo puede
instruirlos el padre más sabio, y una hija hermosa, dulce e inteligente, pero
ciega. Esta desgracia apenas la sentía ella, pues su padre y sus hermanos le
hacían de ojos, y su sentimiento íntimo le daba la seguridad suficiente.
Nunca los hijos se habían alejado más allá de donde se
extendían las ramas de los árboles, y menos aún la hija; todos se sentían
felices en la casa de su niñez, en el país de su infancia, en el espléndido y
fragante árbol del Sol. Como todos los niños, gustaban de oír cuentos, y su
padre les contaba muchas cosas que otros niños no habrían comprendido; pero
aquéllos eran tan inteligentes como entre nosotros suelen ser la mayoría de los
viejos. Les explicaba los cuadros vivientes que veían en las paredes del
palacio, las acciones de los hombres y los acontecimientos en todos los países
de la Tierra, y con frecuencia los hijos sentían deseos de encontrarse en el
lugar de los sucesos y de participar en las grandes hazañas. Mas el padre les
decía entonces lo difícil y amarga que es la vida en la Tierra, y que las cosas
no discurrían en ella como las veían desde su maravilloso mundo infantil. Les
hablaba de la Belleza, la Verdad y la Bondad, diciendo que estas tres cosas
sostenían unido al mundo y que, bajo la presión que sufrían, se transformaban en
una piedra preciosa más límpida que el diamante. Su brillo tenía valor ante
Dios, lo iluminaba todo, y esto era en realidad la llamada piedra filosofal. Les
decía que, del mismo modo que partiendo de lo creado se deducía la existencia de
Dios, así también partiendo de los mismos hombres se llegaba a la certidumbre de
que aquella piedra sería encontrada. Más no podía decirles, y esto era cuanto
sabía acerca de ella. Para otros niños, aquella explicación hubiera sido
incomprensible, pero los suyos sí la entendieron, y andando el tiempo es de
creer que también la entenderán los demás.
No se cansaban de preguntar a su padre acerca de la
Belleza, la Bondad y la Verdad, y él les explicaba mil cosas, y les dijo también
que cuando Dios creó al hombre con limo de la tierra, estampó en él cinco besos
de fuego salidos del corazón, férvidos besos divinos, y ellos son lo que
llamamos los cinco sentidos: por medio de ellos vemos, sentimos y comprendemos
la Belleza, la Bondad y la Verdad; por ellos apreciamos y valoramos las cosas,
ellos son para nosotros una protección y un estímulo. En ellos tenemos cinco
posibilidades de percepción, interiores y exteriores, raíz y cima, cuerpo y
alma.
Los niños pensaron mucho en todo aquello; día y noche
ocupaba sus pensamientos. El hermano mayor tuvo un sueño maravilloso y extraño,
que luego tuvo también el segundo, y después el tercero y el cuarto. Todos
soñaron lo mismo: que se marchaban a correr mundo y encontraban la piedra
filosofal. Como una llama refulgente, brillaba en sus frentes cuando, a la
claridad del alba, regresaban, montados en sus velocísimos corceles, al palacio
paterno, a través de los prados verdes y aterciopelados del jardín de su patria.
Y la piedra preciosa irradiaba una luz celestial y un resplandor tan vivo sobre
las hojas del libro, que se hacía visible lo que en ellas estaba escrito acerca
de la vida de ultratumba. La hermana no soñó en irse al mundo, ni le pasó la
idea por la mente; para ella, el mundo era la casa de su padre.
-Me marcho a correr mundo -dijo el mayor-. Tengo que
probar sus azares y su modo de vida, y alternar con los hombres. Sólo quiero lo
bueno y lo verdadero; con ellos encontraré lo bello. A mi regreso cambiarán
muchas cosas.
Sus pensamientos eran audaces y grandiosos, como suelen
serlo los nuestros cuando estamos en casa, junto a la estufa, antes de salir al
mundo y experimentar los rigores del viento y la intemperie y las punzadas de
los abrojos.
En él, como en sus hermanos, los cinco sentidos estaban
muy desarrollados, tanto interior como exteriormente, pero cada uno tenía un
sentido que superaba en perfección a los restantes. En el mayor era el de la
vista, y buen servicio le prestaría. Tenía ojos para todas las épocas -decía-,
ojos para todos los pueblos, ojos capaces de ver incluso en el interior de la
tierra, donde yacen los tesoros, y en el interior del corazón humano, como si
éste estuviera sólo recubierto por una lámina de cristal; es decir, que en una
mejilla que se sonroja o palidece, o en un ojo que llora o ríe, veía mucho más
de lo que vemos nosotros. El ciervo y el antílope lo acompañaron hasta la
frontera occidental, y allí se les juntaron los cisnes salvajes, que volaban
hacia el Noroeste. Él los siguió, y pronto se encontró en el vasto mundo, lejos
de la tierra de su padre, la cual se extiende «por Oriente hasta el confín del
mundo».
¡Cómo abría los ojos! Mucho era lo que había que ver, y
contemplar las cosas al natural, tal como son en realidad, es muy distinto de
verlas en imagen, por buenas que sean éstas, y las del palacio paterno no podían
ser mejores. En el primer momento, el asombro producido por la cantidad de
baratijas y fruslerías que querían pasar por bellas, estuvo a punto de hacerle
perder los ojos; pero no los perdió, pues los destinaba a cosas más elevadas.
Lo que ante todo perseguía, poniendo en ello toda su
alma, era el conocimiento de la Belleza, la Verdad y la Bondad. Pero, ¿cómo
alcanzarlo? A menudo tenía que presenciar cómo la Fealdad recibía la corona que
correspondía a la Belleza, cómo lo bueno solía pasar inadvertido, mientras la
medianía era ensalzada en vez de censurada. La gente veía el nombre y no el
mérito, el traje y no el hombre, la fama y no la vocación. Y no podía ser de
otro modo.
«Hay que intervenir sin perder un momento», pensó,
aprestándose a la acción; pero mientras buscaba la verdad se presentó el diablo,
que es el padre de la mentira, mejor dicho, la mentira misma. Muy a gusto habría
arrancado los ojos al vidente, pero la acción hubiera sido demasiado directa. El
diablo trabaja con más diplomacia. Le dejó, pues, que siguiera buscando lo
verdadero y lo bueno y que a veces los encontrara incluso, pero mientras lo
estaba mirando le sopló una astilla en cada ojo, uno tras otro, lo cual no es
nada indicado para la vista, por excelente que sea. Y la astilla que el diablo
le sopló se le convirtió en una viga, y ello en cada ojo, por lo que nuestro
vidente se quedó como ciego en medio del vasto mundo y perdió la fe en él.
Abandonó su buena opinión del mundo y de sí mismo, y esto, cuando le sucede a
uno, ya puede decirse que está listo.
-¡Adiós! -cantaron los cisnes salvajes, emprendiendo el
vuelo hacia Oriente
-¡Adiós! -cantaron a su vez las golondrinas,
dirigiéndose hacia Levante, en busca del árbol del Sol. No eran buenas las
noticias que traían a casa.
-¡Mal debe haberle ido al vidente! -dijo el hermano
segundo-. Tal vez al oyente le vaya mejor.
El segundo hermano tenía particularmente sensible el
sentido del oído; sólo os diré que percibía hasta el rumor que hace la hierba al
crecer; y me parece que con esto basta.
Se despidió cordialmente de todos y partió a caballo,
armado de sus grandes aptitudes y sus excelentes propósitos. Las golondrinas lo
siguieron, y él siguió a los cisnes, y pronto estuvo lejos de su patria, en
medio del amplio mundo.
Todos los excesos son malos. No tardó en comprobar la
verdad de este proverbio. En efecto, su oído era tan sensible que podía percibir
el crecimiento de la hierba, pero también el latir del corazón humano en sus
alegrías y sus penas. Era como si el mundo entero fuese un taller de relojería,
en que todos los relojes marchasen, dejando oír su tictac, mientras los de torre
lanzaban su clingclang. Era insoportable. Pero él aguzó el oído tanto como pudo,
hasta que, al fin, el estruendo y griterío fueron demasiado intensos para un
hombre solo. Vinieron golfos callejeros de sesenta años -¡qué importa la edad!-
gritando y alborotando. Al principio el joven se reía de ellos, pero luego se
les sumaron chismes y comadrerías que, zumbando por las casas, callejones y
calles, acababan saliendo a la carretera. La mentira era la que tenía la voz más
recia y se las daba de gran señora; el cascabel del loco sonaba con la
pretensión de ser la campana de la iglesia. Aquello fue ya demasiado para el
mozo. Se taponó las orejas con los dedos... pero seguía oyendo cantos
desafinados y sones horrísonos, habladurías y chismes. Testarudas afirmaciones
que no valían un comino salían de las lenguas, que tropezaban y se trababan, de
tan deprisa como se movían. Era una confusión infernal de notas y ruidos, de
barullo y estrépito, tanto por dentro como por fuera. ¡Qué locura, Dios mío, qué
insoportable barahúnda! El mozo apretaba cada vez más los dedos contra los
oídos, hasta que se rompió los tímpanos, y entonces no oyó ya nada, y lo bello,
bueno y verdadero, que a través de su oído debían comunicarse con su
pensamiento, se le hicieron inaccesibles. Y se quedó silencioso y desconfiado,
perdida la fe en todo, especialmente en sí mismo, lo cual es una gran desgracia.
Jamás encontraría la poderosa piedra filosofal ni volvería a su casa con ella;
renunció a todo, incluso a sí mismo, y esto fue lo peor. Las aves que volaban
hacia Oriente llevaron la noticia al palacio paterno, en el árbol del Sol. Carta
no llegó ninguna, aunque es cierto que no había correo.
-Ahora voy a probarlo yo -dijo el tercero-. Tengo una
nariz finísima.
La expresión no es muy correcta, pero así la soltó, y
hay que aceptarlo como era, el buen humor en persona y, además, poeta, un poeta
de veras. Sabía cantar lo que no sabía decir, y en rapidez de pensamiento dejaba
a los otros muy atrás
-¡Huelo el poste! -afirmaba; y, en efecto, su sentido
del olfato estaba maravillosamente desarrollado y le servía de guía en el reino
de la Belleza
-Hay quien goza con el olor de manzanas y quien se
deleita con el de un establo -decía-. Cada tipo de olor tiene su público en el
reino de la Belleza. A unos les gusta respirar el aire de la taberna, viciado
por el humeante pábilo de la vela de sebo, y en el que los apestosos vapores del
aguardiente se mezclan con el humo del mal tabaco; otros prefieren un aire
perfumado de jazmín, y se frotan con la más intensa esencia de clavel que pueden
encontrar. Los hay, en cambio, que buscan el cortante viento marino, la fresca
brisa o el aire de las elevadas cumbres, desde donde contemplan a sus pies el
afanoso ajetreo cotidiano.
Decía todo esto como si hubiese estado ya en el mundo,
vivido y tratado con los hombres. Pero, en realidad, todo era teoría. Quien así
hablaba era el poeta, haciendo uso del don que Dios le otorgara en la cuna.
Dijo, pues, adiós al hogar paterno del árbol del Sol y
partió. Al salir de los dominios patrios montó en un avestruz, que es un ave más
veloz que el caballo. Poco más tarde divisó a los cisnes salvajes y se subió a
la espalda del más robusto. Gustaba de las variaciones, y por eso voló por
encima de los mares hacia tierras remotas, donde había grandes bosques,
profundos lagos, empinadas montañas y orgullosas ciudades. Dondequiera que
llegaba le parecía como si un resplandor solar cubriese el país. Las flores y
matas olían más intensamente, pues sentían que se acercaba un amigo, un
protector que sabía apreciarlas y comprenderlas. El mutilado rosal irguió sus
ramas, desplegó sus hojas y dio nacimiento a la rosa más bella que nadie haya
imaginado; todo el mundo pudo verla, y hasta el viscoso caracol negro apreció su
belleza.
-Quiero estampar mi sello en la flor -dijo el caracol-.
He depositado mi baba sobre ella; no puedo hacer más.
-¡Así se trata a la Belleza en el mundo! -dijo el
poeta; y cantó una canción sobre este tema. La cantó a su manera, pero nadie le
hizo caso. En vista de ello dio dos chelines y una pluma de pavo al pregonero;
el hombre transcribió la canción para tambor y salió a tocarla por todas las
calles y callejones de la ciudad. Entonces la oyeron las gentes y exclamaron que
la comprendían y que era muy profunda. Y el poeta pudo componer más canciones y
cantó la Belleza, la Verdad y la Bondad; y las canciones eran repetidas en la
taberna, entre el humo de la lámpara de sebo, y en el prado plantado de trébol,
en el bosque y a orillas del amplio mar. Todo hacía pensar que el mozo sería más
afortunado que sus dos hermanos mayores. Pero el diablo no lo pudo sufrir y
acudió con el incienso real, el incienso eclesiástico y todas las clases de
inciensos honoríficos que pudo encontrar, y, hábil como es el diablo en la
destilación, elaboró con todos ellos un incienso de olor intensísimo capaz de
ahogar todos los demás olores y de marear a un ángel, y no digamos a un pobre
poeta. El diablo sabe muy bien cómo hay que tratar a las personas. Al poeta se
lo ganó con incienso, y le llenó la cabeza de humos hasta hacer que se olvidara
de su misión, de su casa paterna y aun de sí mismo; todo él se disolvió en humo
e incienso.
Todas las aves se dolieron de lo sucedido, y estuvieron
tres días sin cantar. El negro caracol de bosque se volvió aún más negro, aunque
no de tristeza, sino de envidia.
-Soy yo -dijo- quien debía haber sido incensado, pues
yo fui quien le inspiró su canción más famosa, transcrita para el tambor, sobre
la marcha del mundo. Yo escupí sobre la rosa, lo puedo demostrar con testigos.
Pero allá, en tierras de India, nada se supo de lo
ocurrido. Todas las avecillas se dolieron y permanecieron calladas por espacio
de tres días, y cuando hubo pasado el tiempo del luto, había sido éste tan
profundo y sentido, que se olvidaron del hecho que lo había motivado. ¡Así van
las cosas!
-Ahora me toca a mí salir al mundo, como han hecho los
otros -dijo el cuarto de los hermanos. Tenía un genio tan bueno como el
anterior, y mejor todavía, pues no era poeta, y esto ayuda a estar siempre de
buen humor. Los dos habían sido la alegría del palacio, y ahora éste quedaba
triste y melancólico. Los hombres siempre han considerado la vista y el oído
como los dos sentidos principales, los que conviene tener más sensibles y
desarrollados. Los tres restantes son tenidos en menos, pero el cuarto hijo
discrepaba de tal opinión. Su sentido más fino era el del gusto, en todas las
acepciones que pueda tener. De hecho, es un sentido de gran poder e influencia.
Domina sobre todo lo que pasa por la boca y por el espíritu; por eso el hijo
cataba todo lo que se ponía en la sartén, el puchero, la botella y la fuente.
-Esto es lo que mi profesión tiene de tosco -decía.
Para él, cada persona era una sartén, cada país una enorme cocina, visto con los
ojos del espíritu. Y esto era precisamente lo que sus aptitudes tenían de fino,
y ahora se proponía salir al mundo a ponerlo en práctica.
-Tal vez la suerte me sea más propicia que a mis
hermanos -dijo-. Me marcho. Pero, ¿qué medios de transporte elegiré? ¿Han
inventado ya el globo aerostático? -preguntó a su padre, quien conocía todos los
descubrimientos hechos o por hacer. Pero el globo no había sido inventado aún,
ni el buque de vapor, ni el ferrocarril.
-Tomaré un globo -dijo-. Mi padre sabe cómo se fabrican
y cómo se guían, y lo aprenderé. Nadie conoce este invento, creerán que se trata
de un fenómeno atmosférico. Cuando termine el viaje quemaré el globo, para lo
cual tendrás que darme también unas cuantas piezas de este otro invento futuro
que se llamarán los fósforos.
Todo se lo dieron, y emprendió el vuelo, seguido de las
aves, que lo acompañaron hasta mucho más lejos de lo que habían acompañado a sus
hermanos. Estaban curiosas por ver cómo terminaba aquel viaje aéreo; y
constantemente se les sumaban otras bandadas, creídas que se trataba de un ave
de una nueva especie ¡Era de ver el séquito del mozo! El aire estaba negro de
pájaros. Éstos formaban grandes nubes, como las plagas de langostas que azotan
Egipto; y así fue cómo el quinto hijo se metió en el vasto mundo.
-El viento del Este se me ha portado como un buen amigo
y auxiliar -dijo.
-Viento de Este y viento de Oeste, querrás decir
-protestaron los vientos-. Hemos alternado los dos, pues de otro modo no habrías
podido seguir rumbo Noroeste.
Pero él no oyó sus palabras; lo mismo daba. Las aves
dejaron ya de seguirlo. Algunas habrían empezado a encontrar aburrido el viaje.
No había para tanto, decían. A aquel hombre iban a subírsele los humos a la
cabeza. ¿Para qué volar detrás de él? Si esto no es nada, una verdadera
estupidez. Y se rezagaron, y las demás no tardaron en imitarlas. Tenían razón:
aquello no era nada.
FIN
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