En todo el mundo no hay quien sepa tantos cuentos como Pegaojos. ¡Señor, los
que sabe!
Al anochecer, cuando los niños están aún sentados a la mesa o en su escabel,
viene un duende llamado Pegaojos; sube la escalera quedito, quedito, pues va
descalzo, sólo en calcetines; abre las puertas sin hacer ruido y, ¡chitón!,
vierte en los ojos de los pequeñuelos leche dulce, con cuidado, con cuidado,
pero siempre bastante para que no puedan tener los ojos abiertos y, por tanto,
verlo. Se desliza por detrás, les sopla levemente en la nuca y los hace quedar
dormidos. Pero no les duele, pues Pegaojos es amigo de los niños; sólo quiere
que se estén quietecitos, y para ello lo mejor es aguardar a que estén
acostados. Deben estarse quietos y callados, para que él pueda contarles sus
cuentos.
Cuando ya los niños están dormidos, Pegaojos se sienta en la cama. Va bien
vestido; lleva un traje de seda, pero es imposible decir de qué color, pues
tiene destellos verdes, rojos y azules, según como se vuelva. Y lleva dos
paraguas, uno debajo de cada brazo.
Uno de estos paraguas está bordado con bellas imágenes, y lo abre sobre los
niños buenos; entonces ellos durante toda la noche sueñan los cuentos más
deliciosos; el otro no tiene estampas, y lo despliega sobre los niños traviesos,
los cuales se duermen como marmotas y por la mañana se despiertan sin haber
tenido ningún sueño.
Ahora veremos cómo Pegaojos visitó, todas las noches de una semana, a un
muchachito que se llamaba Federico, para contarle sus cuentos. Son siete, pues
siete son los días de la semana.
Lunes
-Atiende -dijo Pegaojos, cuando ya Federico estuvo acostado-, verás cómo
arreglo todo esto.
Y todas las flores de las macetas se convirtieron en altos árboles, que
extendieron las largas ramas por debajo del techo y por las paredes, de modo que
toda la habitación parecía una maravillosa glorieta de follaje; las ramas
estaban cuajadas de flores, y cada flor era más bella que una rosa y exhalaba un
aroma delicioso; y si te daba por comerla, sabía más dulce que mermelada.
Había frutas que relucían como oro, y no faltaban pasteles llenos de pasas.
¡Un espectáculo inolvidable! Pero al mismo tiempo salían unas lamentaciones
terribles del cajón de la mesa, que guardaba los libros escolares de Federico.
-¿Qué pasa ahí? -inquirió Pegaojos, y, dirigiéndose a la mesa, abrió el
cajón. Algo se agitaba en la pizarra, rascando y chirriando: era una cifra
equivocada que se había deslizado en la operación de aritmética, y todo andaba
revuelto, que no parecía sino que la pizarra iba a hacerse pedazos. El pizarrín
todo era saltar y brincar atado a la cinta, como si fuese un perrillo ansioso de
corregir la falta; mas no lo lograba. Pero lo peor era el cuaderno de escritura.
¡Qué de lamentos y quejas! Partían el alma. De arriba abajo, en cada página, se
sucedían las letras mayúsculas, cada una con una minúscula al lado; servían de
modelo, y a continuación venían unos garabatos que pretendían parecérseles y
eran obra de Federico; estaban como caídas sobre las líneas que debían servirles
para tenerse en pie.
-Miren, tienen que poner así -decía la muestra-. ¿Ven? Así, inclinadas, con
un trazo vigoroso.
-¡Ay! ¡qué más quisiéramos nosotras! -gimoteaban las letras de Federico-.
Pero no podemos; ¡somos tan raquíticas!
- Entonces les voy a dar un poco de aceite de hígado de bacalao -dijo
Pegaojos.
-¡Oh, no! -exclamaron las letras, y se enderezaron que era un primor.
-Pues ahora no hay cuento -dijo el duende-. Ejercicio es lo que conviene a
esas mocosuelas. ¡Un, dos, un, dos!
Y siguió ejercitando a las letras, hasta que estuvieron esbeltas y perfectas
como la propia muestra. Mas por la mañana, cuando Pegaojos se hubo marchado,
Federico las miró y vio que seguían tan raquíticas como la víspera.
Martes
No bien estuvo Federico en la cama, Pegaojos, con su jeringa encarnada, roció
los muebles de la habitación, y enseguida se pusieron a charlar todos a la vez,
cada uno hablando de sí mismo. Sólo callaba la escupidera, que, muda en su
rincón se indignaba al ver la vanidad de los otros, que no sabían pensar ni
hablar más que de sus propias personas, sin ninguna consideración a ella, que se
estaba tan modesta en su esquina, dejando que todo el mundo le escupiera.
Encima de la cómoda colgaba un gran cuadro en un marco dorado; representaba
un paisaje, y en él se veían viejos y corpulentos árboles, y flores entre la
hierba, y un gran río que fluía por el bosque, pasando ante muchos castillos
para verterse, finalmente, en el mar encrespado.
Pegaojos tocó el cuadro con su jeringa mágica, y los pájaros empezaron a
cantar; las ramas, a moverse, y las nubes, a desfilar, según podía verse por las
sombras que proyectaban sobre el paisaje.
Entonces Pegaojos levantó a Federico hasta el nivel del marco y lo puso de
pie sobre el cuadro, entre la alta hierba; y el sol le llegaba por entre el
ramaje de los árboles. Echó a correr hacia el río y subió a una barquita; estaba
pintada de blanco y encarnado, la vela brillaba como plata, y seis cisnes, todos
con coronas de oro en torno al cuello y una radiante estrella azul en la cabeza,
arrastraban la embarcación a lo largo de la verde selva; los árboles hablaban de
bandidos y brujas, y las flores, de los lindos silfos enanos y de lo que les
habían contado las mariposas.
Peces magníficos, de escamas de oro y plata, nadaban junto al bote, saltando
de vez en cuando fuera del agua con un fuerte chapoteo, mientras innúmeras aves
rojas y azules, grandes y chicas, lo seguían volando en largas filas, y los
mosquitos danzaban, y los abejorros no paraban de zumbar: «¡Bum, bum!». Todos
querían seguir a Federico, y todos tenían una historia que contarle.
¡Vaya excursioncita! Tan pronto el bosque era espeso y oscuro, como se abría
en un maravilloso jardín, bañado de sol y cuajado de flores. Había vastos
palacios de cristal y mármol con princesas en sus terrazas, y todas eran niñas a
quienes Federico conocía y con las cuales había jugado. Todas le alargaban la
mano y le ofrecían pastelillos de mazapán, mucho mejores que los que vendía la
mujer de los pasteles. Federico agarraba el dulce por un extremo, pero la
princesa no lo soltaba del otro, y así, al avanzar la barquita se quedaban cada
uno con una parte: ella, la más pequeña; Federico, la mayor. Y en cada palacio
había príncipes de centinela que, sables al hombro, repartían pasas y soldaditos
de plomo.
¡Bien se veía que eran príncipes de veras!
El barquito navegaba ora por entre el bosque, ora a través de espaciosos
salones o por el centro de una ciudad; y pasó también por la ciudad de su
nodriza, la que lo había llevado en brazos cuando él era muy pequeñín y lo había
querido tanto; y he aquí que la buena mujer le hizo señas con la cabeza y le
cantó aquella bonita canción que había compuesto y enviado a Federico:
- ¡Cuánto te recuerdo, mi niño querido,
- Mi dulce Federico, jamás te olvido!
- Besé mil veces tu boquita sonriente,
- Tus párpados suaves y tu blanca frente.
- Oí de tus labios la palabra primera
- Y hube de separarme de tu vera.
- ¡Bendígate Dios en toda ocasión,
- Ángel que llevé contra mi corazón!
Y todas las avecillas le hacían coro, y las flores bailaban sobre sus
peciolos, y los viejos árboles inclinaban, complacidos, las copas, como si
también a ellos les contase historias Pegaojos.
Miércoles
¡Qué manera de llover! Federico oía la lluvia en sueños, y como a Pegaojos le
dio por abrir una ventana, el pequeño vio cómo el agua llegaba hasta el
antepecho, formando un lago inmenso. Pero junte a la casa flotaba un barco
soberbio.
-Si quieres embarcar, Federico -dijo Pegaojos-, esta noche podrías irte por
tierras extrañas y mañana estar de vuelta.
Y ahí tenéis a Federico, con sus mejores vestidos domingueros, embarcado en
la magnífica nave. En un tris se despejó el cielo y el barco, con las velas
desplegadas, avanzó por las calles, contorneó la iglesia y fue a salir a un mar
inmenso. Y siguieron navegando hasta que desapareció toda tierra, y vieron una
bandada de cigüeñas que se marchaban de su país en busca de otro más cálido. Las
aves volaban en fila, una tras otra, y estaban ya lejos, muy lejos. Una de ellas
se sentía tan cansada, que sus alas casi no podían ya sostenerla; era la última
de la hilera, y volaba muy rezagada. Finalmente, la vio perder altura, con las
alas extendidas, y aunque pegó unos aletazos, todo fue inútil. Tocó con las
patas el aparejo del barco, se deslizó vela abajo y, ¡bum!, fue a caer sobre la
cubierta.
La cogió el grumete y la metió en el gallinero, con los pollos, los gansos y
los pavos; pero la pobre cigüeña se sentía cohibida entre aquella compañía.
-¡Miren a ésta! -exclamaron los pollos.
El pavo se hinchó tanto como pudo y le preguntó quién era. Los patos todo era
andar a reculones, empujándose mutuamente y gritando: «¡Cuidado, cuidado!».
La cigüeña se puso a hablarles de la tórrida África, de las pirámides y las
avestruces, que corren por el desierto más veloces que un camello salvaje. Pero
los patos no comprendían sus palabras, y reanudaron los empujones:
-Estamos todos de acuerdo en que es tonta, ¿verdad?.
-Claro que es tonta! -exclamó el pavo, y soltó unos graznidos.
Entonces la cigüeña se calló y se quedó pensando en su África.
-¡Qué patas tan delgadas tiene usted! -dijo la pava-. ¿A cuánto la vara?
«¡Cuac, cuac, cuac!», graznaron todos los gansos; pero la cigüeña hizo como
si no los oyera.
-¡Por qué no te ríes con nosotros? -le dijo la pava-. ¿No te parece graciosa
mi pregunta? ¿O es que está por encima de tu inteligencia? ¡Bah! ¡Qué espíritu
tan obtuso! Mejor será dejarla. -
Y soltó otro graznido, mientras los patos coreaban: «¡Cuac, cuac! ¡cuac,
cuac!». ¡Dios mío, y cómo se divertían!
Pero Federico fue al gallinero, abrió la puerta y llamó a la cigüeña, que muy
contenta lo siguió a la cubierta dando saltos.
Estaba ya descansada, y con sus inclinaciones de cabeza parecía dar las
gracias a Federico. Desplegó luego las alas y emprendió nuevamente el vuelo
hacia las tierras cálidas, mientras las gallinas cloqueaban, los patos
graznaban, y al pavo se le ponía toda la cabeza encendida.
-¡Mañana haremos una buena sopa contigo! -le dijo Federico, y en esto se
despertó, y se encontró en su camita. ¡Qué extraño viaje le había procurado
aquella noche Pegaojos.
Jueves
-¿Sabes qué? -dijo el duende-. Voy a hacer salir un ratoncillo, pero no
tengas miedo.
Y le tendió la mano, mostrándole el lindo animalito.
-Ha venido a invitarte a una boda. Esta noche se casan dos ratoncillos. Viven
abajo, en la despensa de tu madre; ¡es una vivienda muy hermosa!
-Pero ¿cómo voy a pasar por la ratonera? -preguntó Federico.
-Déjalo por mi cuenta -replicó Pegaojos-; verás cuán pequeño te vuelvo.
Y lo tocó con su jeringuita mágica, y enseguida Federico se fue reduciendo,
reduciendo, hasta no ser más largo que un dedo.
-Ahora puedes pedirle su uniforme al soldado de plomo; creo que te sentará
bien, y en sociedad lo mejor es presentarse de uniforme.
-Desde luego -respondió Federico, y en un momento estuvo vestido de soldado
de plomo.
-¿Hace el favor de sentarse en el dedal de su madre? -preguntó el ratoncito-.
Será para mí un honor llevarlo.
-Si la señorita es tan amable -dijo Federico; y salieron para la boda.
Primero llegaron a un largo corredor del sótano, junto lo bastante alto para
que pudiesen pasar con el dedal; y en toda su longitud estaba alumbrado con la
fosforescencia de madera podrida.
-¿Verdad que huele bien? -dijo el ratón que lo llevaba-. Han untado todo el
pasillo con corteza de tocino. ¡Ay, que cosa tan rica!
Así llegaron al salón de la fiesta. A la derecha se hallaban reunidas todas
las ratitas, cuchicheando y hablándose al oído, qué no parecía sino que
estuviesen a partir un piñón; y a la izquierda quedaban los caballeros,
alisándose los bigotes con la patita. Y en el centro de la sala aparecía la
pareja de novios, de pie sobre la corteza de un queso vaciado, besándose sin
remilgos delante de toda la concurrencia, pues estaban prometidos y dentro unos
momentos quedarían unidos en matrimonio.
Seguían llegando forasteros y más forasteros; todo eran apreturas y
pisotones; los novios se habían plantado ante la misma puerta, de modo que no
dejaban entrar ni salir. Toda la habitación estaba untada de tocino como el
pasillo, y en este olor consistía el banquete; para postre presentaron un
guisante, en el que un ratón de la familia había marcado con los dientes el
nombre de los novios, quiero decir las iniciales. Jamás se vio cosa igual.
Todos los ratones afirmaron que había sido una boda hermosísima, y el
banquete, magnífico.
Federico regresó entonces a su casa; estaba muy contento de haber conocido
una sociedad tan distinguida; lástima que hubiera tenido que reducirse tanto de
tamaño y vestirse de soldadito de plomo.
FIN
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