Tendrías que haber conocido a mi tía. Era encantadora. No quiero decir
encantadora en el sentido que se suele dar a la palabra, sino buena y cariñosa,
divertida a su modo, dispuesta siempre a charlar sobre sí misma, cuando uno
tenía ganas de charlar y reírse a propósito de alguien. Sin dificultad te la
imaginabas en una comedia, entre otras cosas, porque sólo vivía para el teatro y
la vida de la escena. Era una mujer muy respetable, pero el agente Fabs, a quien
tía llamaba Flabs, decía que estaba loca por el teatro.
-El teatro es mi escuela -afirmaba-, la fuente de mis conocimientos. En él he
refrescado mi Historia Sagrada: «Moisés», «José y sus hermanos»; eso son óperas.
Al teatro debo mis conocimientos de Historia Universal, Geografía y Psicología.
Por las obras francesas conozco la vida de París, equívoca, pero
interesantísima. ¡Cómo he llorado con la «Familia Riquebourg» porque el marido
ha de matarse bebiendo para que el joven amante pueda casarse con ella! Sí, he
derramado muchas lágrimas en los cincuenta años que he estado abonada.
Mi tía conocía todas las obras teatrales, todos los decorados, todos los
personajes que salían o habían salido a escena. Puede decirse que sólo vivía
durante los nueves meses de la temporada. El verano, sin teatro, era para ella
un tiempo vacío, que sólo servía para envejecer, mientras que una sola noche de
espectáculo alargada hasta la madrugada, constituía una verdadera prolongación
de su vida. No decía, como tantas otras personas: «Ya viene la primavera; ha
llegado la cigüeña», o bien «ya están en el mercado las primeras fresas». Lo que
ella anunciaba era la proximidad del otoño: «¿Ha visto que ya se ha abierto el
abono a los palcos? Van a empezar las representaciones».
Estimaba la situación de una vivienda sólo por la distancia a que se
encontraba del teatro. Vivió durante muchos tiempo en una calleja de detrás de
la sala de espectáculos, y tuvo un gran disgusto cuando se vio obligada a
trasladarse a otra calle.
-En casa quiero que mi ventana sea mi palco. No puede una permanecer sentada
y encerrada en sí misma. Necesito ver a la gente. Ahora vivo como si me hubiese
trasladado al campo. Si quiero ver gente, he de ir a la cocina a sentarme en el
vertedero; sólo allí tengo a alguien delante. En cambio, cuando vivía en el
callejón veía el interior de la tienda de telas y sólo estaba a trescientos
pasos del teatro, mientras que ahora me separan de él tres mil, y de soldado.
A veces la tía se sentía enferma, pero muy mal tenía que estar para perderse
una comedia. Una vez el médico le ordenó que se pusiera una cataplasma en las
plantas de los pies. Ella lo hizo, pero se fue al teatro en coche y siguió la
función con la cataplasma en su sitio. Morir en el teatro, ésta hubiera sido su
ilusión. Thorwaldsen murió en el teatro. A eso le llamaba ella una «muerte
venturosa».
No podía imaginar un cielo sin teatro. Cierto que nada de ello se dice en los
libros sagrados, pero todos esos excelentes actores y actrices que nos han
precedido, en algo tendrán que ocuparse en la eternidad.
Mi tía tenía su hilo telegráfico desde el teatro a su casa; el telegrama
llegaba cada domingo a la hora del café. Este hilo telegráfico ,era el
«tramoyista señor Sivertsen», el encargado de dar las señales de subir y bajar
el telón, de colocar o retirar los decorados y cortinas. Él le anticipaba una
breve explicación del argumento y circunstancias de la obra. A «La Tempestad»,
de Shakespeare, la llamaba la «maldita pieza». «Hay tanto y tanto que cambiar, y
desde la primera escena está uno metido en agua». Quería decir, desde luego, que
había que poner en primer término las «olas rodantes». En cambio, cuando la
decoración no variaba en los cinco actos, el hombre decía que era una obra
razonable y bien escrita, una obra tranquila, que discurre sola, sin
complicaciones escenográficas.
En aquellos tiempos, como decía la tía hablando de treinta años atrás, ella y
el mentado señor Sivertsen eran jóvenes. El hombre trabajaba ya de tramoyista, y
ella lo llamaba su «bienhechor». Entonces era costumbre, en la función nocturna
que se daba en el único y espacioso teatro de la ciudad, admitir espectadores en
el telar, y todos los ayudantes tramoyistas disponían de dos o tres entradas
gratuitas. Con frecuencia se llenaba aquel lugar de gente muy distinguida. Se
decía que allí habían estado incluso generales y esposas de consejeros. Era muy
interesante presenciar el espectáculo desde lo alto de los bastidores y ver
moverse a los cómicos cuando había bajado el telón.
Mi tía estuvo allí varias veces viendo tragedias y «ballets», pues cuanto más
personajes participaban en una obra, tanto más le interesaba verla desde el
telar. Allá arriba se estaba casi a oscuras, y la mayoría de los concurrentes se
traían la cena. Una vez cayeron tres manzanas y un bocadillo de salchichón
precisamente en el calabozo de Ugolino, aquel infeliz condenado a morir de
hambre, lo cual provocó una carcajada general en el público. Aquel salchichón
fue uno de los principales motivos que indujeron a la dirección a suprimir los
puestos del telar.
-Pero yo estuve treinta y siete veces -decía la tía-, y eso nunca dejaré de
agradecérselo al señor Sivertsen.
Justamente la última noche que se permitió la entrada al telar se
representaba el «Juicio de Salomón»; la tía se acordaba muy bien. Por mediación
de su benefactor, el señor Sivertsen, había procurado una entrada al agente Fabs,
a pesar de que no se lo merecía, porque continuamente se burlaba del teatro y
gastaba bromas a la tía. No obstante, ella le había conseguido un puesto. El
hombre deseaba ver la comedia «del revés», tales habían sido sus palabras, muy
propias de él, como decía la tía.
Vio «El Juicio de Salomón» desde arriba y se durmió como si viniera de un
gran banquete y hubiera brindado de lo lindo. Se quedó, pues, dormido y
encerrado, y se pasó la noche durmiendo en el teatro. Luego explicó sus
experiencias, pero la tía se negó a creerlo. Según dijo, una vez terminado «El
Juicio de Salomón», cuando todas las luces estaban apagadas y el público se
había marchado, entonces empezó la verdadera comedia, el sainete, que fue lo
mejor de la velada. ¡Cómo se animó todo! No era ya el «Juicio de Salomón» lo que
se representaba, sino el «Juicio final». Y el agente Fabs tuvo la frescura de
pretender que la tía se tragase aquello; ésas fueron las gracias por haberle
procurado una entrada gratis.
Lo que contó el agente tenía su gracia, pero enturbiada por un fondo de
malicia y de burla.
-Desde arriba todo se veía oscuro -dijo el agente-. Pero luego empezó el
hechizo, la gran representación: «El Juicio final en escena». Los acomodadores
se presentaron en las puertas, y todos los espectadores hubieron de exhibir su
certificado de conducta, a la vista del cual se decidía si entrarían con las
manos libres o atadas, con mordaza o sin ella. Los caballeros y damas que
llegaban una vez empezada la función, así como los jóvenes que nunca sabían ser
puntuales, fueron atados fuera de la sala y se les pusieron zapatillas de
fieltro; con ellas y con una mordaza se les permitiría entrar antes de que
comenzase el siguiente acto. Y entonces se representa el Juicio final.
-¡Pura bellaquería! -dijo la tía-. Que Dios no se la tome en cuenta.
El pintor, si quería subir al cielo, tenía que subir por una escalera pintada
por él mismo y en la que no se sostenía un pie humano. Era un pecado contra la
perspectiva. Todos los edificios y plantas que el tramoyista había situado con
gran sudor y esfuerzo en países que no les correspondían, hubo de trasladarlos
el pobre hombre a los lugares debidos, y eso antes de que cantara el gallo, si
quería entrar en el cielo. Mejor haría el señor Fabs en preocuparse de que lo
dejaran entrar a él, en lugar de contar tantos chismes de los personajes de la
tragedia y de la comedia, del canto y del baile. No era digno de ir al telar, y
la tía no repetiría nunca sus palabras. Fabs decía que lo había anotado todo,
pero que no lo imprimirían hasta que estuviese muerto y enterrado, pues no
quería que lo desollaran vivo.
Una sola vez pasó la tía un gran miedo y angustia en su templo de la
bienaventuranza. Fue un día de invierno, uno de esos días en que no hay más que
dos horas de luz bajo el cielo gris. El frío era horrible, con una ventisca
atroz; pero la tía no pudo faltar a la función. Representaban «Hermann von Unna»,
con una breve ópera y un «ballet»; un prólogo y un epílogo; la cosa terminaría
tarde. La tía pidió prestados a su patrona unos zapatos de piel: piel por fuera
y por dentro, que le subían hasta las pantorrillas.
Llegó a la sala, entró en su palco; los zapatos eran calientes, y no se los
quitó. De pronto se oyó la voz de «¡fuego!». Salía humo de uno de los bastidores
y bajaba del telar. Originóse una alarma espantosa; la gente se echó a correr
hacia las puertas, y la tía se quedó la última en el palco.
-Segunda fila izquierda, desde allí es de donde mejor se ven las decoraciones
-decía-; las colocan de manera que produzcan el mejor efecto vistas desde el
palco real.
La tía quiso salir, pero los que la precedían, en su miedo y atolondramiento
habían dejado cerrarse la puerta. Y allí quedó la mujer sin poder ir hacia fuera
ni hacia dentro, es decir, que tampoco podía pasar al palco vecino, pues la
mampara intermedia era demasiado alta. Gritó, pero no la oyeron; miró a la fila
inferior de palcos; estaba desierta, era baja, y la separaba de ella muy poca
distancia. El terror la volvió joven y ágil; se dispuso a saltar, puso una
pierna encima de la barandilla, la otra sobre el banco y allí se quedó a
horcajadas, con el vestido de flores y una pierna tambaleándose, calzada con el
enorme zapato de piel. ¡Un espectáculo digno de ver! Al final la vieron y la
oyeron, y se salvó del fuego, que, por lo demás, no pasó a mayores.
Aquella noche fue la más memorable de su vida; y estaba contenta de no
haberse visto a sí misma, pues se habría muerto de vergüenza.
Su protector, el señor Sivertsen, acudía a su casa con toda regularidad los
domingos. Pero de domingo a domingo van muchos días, y se estableció la
costumbre de que a mitad de semana una niña iba «para los restos», o sea, para
comer lo que había sobrado de la comida del domingo. Era una muchacha del
«ballet», que pasaba bastante hambre y actuaba de duendecillo o de paje. Su
papel más difícil era el de pata trasera del león en la «Flauta encantada»; poco
a poco fue ascendiendo hasta el de pata delantera, por lo que cobraba no más de
tres marcos, mientras que por las traseras pagaban un escudo, pero en cambio el
actor tenía que andar encorvado y no respiraba aire puro. Saber todo eso
resultaba muy interesante, en opinión de la tía.
Valía la pena vivir mientras existiese el teatro, pero no le fue concedido
este privilegio. Ni tampoco el de morir en el teatro, sino que cerró los ojos
digna y decentemente en su propio lecho. Sin embargo, sus últimas palabras
fueron muy significativas, pues preguntó:
-¿Qué representan mañana?
A su muerte dejó unos quinientos escudos; lo deducimos de los intereses, que
se elevaban a veinte escudos. La tía los había dejado en herencia a una
respetable solterona sin familia, a condición de invertirlos en el abono anual a
una butaca de la segunda fila izquierda y en funciones de sábado noche, que era
cuando se daban las mejores obras. Una sola obligación se estipulaba para la
heredera: que cada sábado por la noche recordase a la tía que reposaba en la
sepultura.
Tal era la religión de mi tía.
FIN
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