A una milla de distancia de la capital había una antigua residencia señorial
rodeada de gruesos muros, con torres y hastiales.
Vivía allí, aunque sólo en verano, una familia rica y de la alta nobleza. De
todos los dominios que poseía, esta finca era la mejor y más hermosa. Por fuera
parecía como acabada de construir, y por dentro todo era cómodo y agradable.
Sobre la puerta estaba esculpido el blasón de la familia. Magníficas rocas se
enroscaban en torno al escudo y los balcones, y una gran alfombra de césped se
extendía por el patio. Había allí oxiacantos y acerolos de flores encarnadas,
así como otras flores raras, además de las que se criaban en el invernadero.
El propietario tenía un jardinero excelente; daba gusto ver el jardín, el
huerto y los frutales. Contiguo quedaba todavía un resto del primitivo jardín
del castillo, con setos de arbustos, cortados en forma de coronas y pirámides.
Detrás quedaban dos viejos y corpulentos árboles, casi siempre sin hojas; por el
aspecto se hubiera dicho que una tormenta o un huracán los había cubierto de
grandes terrones de estiércol, pero en realidad cada terrón era un nido.
Moraba allí desde tiempos inmemoriales un montón de cuervos y cornejas. Era
un verdadero pueblo de aves, y las aves eran los verdaderos señores, los
antiguos y auténticos propietarios de la mansión señorial. Despreciaban
profundamente a los habitantes humanos de la casa, pero toleraban la presencia
de aquellos seres rastreros, incapaces de levantarse del suelo. Sin embargo,
cuando esos animales inferiores disparaban sus escopetas, las aves sentían un
cosquilleo en el espinazo; entonces, todas se echaban a volar asustadas,
gritando «¡rab, rab!».
Con frecuencia el jardinero hablaba al señor de la conveniencia de cortar
aquellos árboles, que afeaban al paisaje. Una vez suprimidos, decía, la finca se
libraría también de todos aquellos pajarracos chillones, que tendrían que
buscarse otro domicilio. Pero el dueño no quería desprenderse de los árboles ni
de las aves; eran algo que formaba parte de los viejos tiempos, y de ningún modo
quería destruirlo.
-Los árboles son la herencia de los pájaros; haríamos mal en quitársela, mi
buen Larsen.
Tal era el nombre del jardinero, aunque esto no importa mucho a nuestra
historia.
-¿No tienes aún bastante campo para desplegar tu talento, amigo mío? Dispones
de todo el jardín, los invernaderos, el vergel y el huerto.
Cierto que lo tenía, y lo cultivaba y cuidaba todo con celo y habilidad,
cualidades que el señor le reconocía, aunque a veces no se recataba de decirle
que, en casas forasteras, comía frutos y veía flores que superaban en calidad o
en belleza a los de su propiedad; y aquello entristecía al jardinero, que
hubiera querido obtener lo mejor, y ponía todo su esfuerzo en conseguirlo. Era
bueno en su corazón y en su oficio.
Un día su señor lo mandó llamar, y, con toda la afabilidad posible, le contó
que la víspera, hallándose en casa de unos amigos, le habían servido unas
manzanas y peras tan jugosas y sabrosas, que habían sido la admiración de todos
los invitados. Cierto que aquella fruta no era del país, pero convenía
importarla y aclimatarla, a ser posible. Se sabía que la habían comprado en la
mejor frutería de la ciudad; el jardinero debería darse una vuelta por allí, y
averiguar de dónde venían aquellas manzanas y peras, para adquirir esquejes.
El jardinero conocía perfectamente al frutero, pues a él le vendía, por
cuenta del propietario, el sobrante de fruta que la finca producía.
Se fue el hombre a la ciudad y preguntó al frutero de dónde había sacado
aquellas manzanas y peras tan alabadas.
-¡Si son de su propio jardín! -respondió el vendedor, mostrándoselas; y el
jardinero las reconoció en seguida.
¡No se puso poco contento el jardinero! Corrió a decir a su señor que
aquellas peras y manzanas eran de su propio huerto.
El amo no podía creerlo.
-No es posible, Larsen. ¿Podría usted traerme por escrito una confirmación
del frutero?
Y Larsen volvió con la declaración escrita.
-¡Es extraño! -dijo el señor.
En adelante, todos los días fueron servidas a la mesa de Su Señoría grandes
bandejas de las espléndidas manzanas y peras de su propio jardín, y fueron
enviadas por fanegas y toneladas a amistades de la ciudad y de fuera de ella;
incluso se exportaron. Todo el mundo se hacía lenguas. Hay que observar, de
todos modos, que los dos últimos veranos habían sido particularmente buenos para
los árboles frutales; la cosecha había sido espléndida en todo el país.
Transcurrió algún tiempo; un día el señor fue invitado a comer en la Corte. A
la mañana siguiente, Su Señoría mandó llamar al jardinero. Habían servido unos
melones producidos en el invernadero de Su Majestad, jugosos y sabrosísimos.
-Mi buen Larsen, vaya usted a ver al jardinero de palacio y pídale semillas
de estos exquisitos melones.
-¡Pero si el jardinero de palacio recibió las semillas de aquí! -respondió
Larsen, satisfecho.
-En este caso, el hombre ha sabido obtener un fruto mejor que el nuestro
-replicó Su Señoría-. Todos los melones resultaron excelentes.
-Pues me siento muy orgulloso de ello -dijo el jardinero-. Debo manifestar a
Su Señoría, que este año el hortelano de palacio no ha tenido suerte con los
melones, y al ver lo hermosos que eran los nuestros, y después de haberlos
probado, encargó tres de ellos para palacio.
-¡No, no Larsen! No vaya usted a imaginarse que aquellos melones eran de esta
propiedad.
-Pues estoy seguro de que lo eran.
Y se fue a ver al jardinero de palacio, y volvió con una declaración escrita
de que los melones servidos en la mesa real procedían de la finca de Su Señoría.
Aquello fue una nueva sorpresa para el señor, quien divulgó la historia,
mostrando la declaración. Y de todas partes vinieron peticiones de que se les
facilitaran pepitas de melón y esquejes de los árboles frutales.
Se recibieron noticias de que éstos habían cogido bien y de que daban frutos
excelentes, hasta el punto de que se les dio el nombre de Su Señoría, que, por
consiguiente, pudo ya leerse en francés, inglés y alemán.
¡Quién lo hubiera pensado!
«¡Con tal de que al jardinero no se le suban los humos a la cabeza!», pensó
el señor.
Pero el hombre se lo tomó de modo muy distinto. Deseoso de ser considerado
como uno de los mejores jardineros del país, se esforzó por conseguir año tras
año los mejores productos. Mas con frecuencia tenía que oír que nunca conseguía
igualar la calidad de las peras y manzanas de aquel año famoso. Los melones
seguían siendo buenos, pero ya no tenían aquel perfume. Las fresas podían
llamarse excelentes, pero no superiores a las de otras fincas, y un año en que
no prosperaron los rábanos, sólo se habló de aquel fracaso, sin mencionarse los
productos que habían constituido un éxito auténtico.
El dueño parecía experimentar una sensación de alivio cuando podía decir:
-¡Este año no estuvo de suerte, amigo Larsen!
Y se le veía contentísimo cuando podía comentar:
-Este año sí que hemos fracasado.
Un par de veces por semana, el jardinero cambiaba las flores de la
habitación, siempre con gusto exquisito y muy bien dispuestas; las combinaba de
modo que resaltaran sus colores.
-Tiene usted buen gusto, Larsen -le decía Su Señoría -. Es un don que le ha
concedido Dios, no es obra suya.
Un día se presentó el jardinero con una gran taza de cristal que contenía un
pétalo de nenúfar; sobre él, y con el largo y grueso tallo sumergido en el agua,
había una flor radiante, del tamaño de un girasol.
-¡El loto del Indostán! -exclamó el dueño.
Jamás habían visto aquella flor; durante el día la pusieron al sol, y al
anochecer a la luz de una lámpara. Todos los que la veían la encontraban
espléndida y rarísima; así lo manifestó incluso la más distinguida de las
señoritas del país, una princesa, inteligente y bondadosa por añadidura.
Su Señoría tuvo a honor regalársela, y la princesa se la llevó a palacio.
Entonces el propietario se fue al jardín con intención de coger otra flor de
la especie, pero no encontró ninguna, por lo que, llamando al jardinero, le
preguntó de dónde había sacado el loto azul.
-La he estado buscando inútilmente -dijo el señor-. He recorrido los
invernaderos y todos los rincones del jardín.
-No, desde luego allí no hay -dijo el jardinero-. Es una vulgar flor del
huerto. Pero, ¿verdad que es bonita? Parece un cacto azul y, sin embargo, no es
sino la flor de la alcachofa.
-Pues tenía que habérmelo advertido -exclamó Su Señoría-. Creímos que se
trataba de una flor rara y exótica. Me ha hecho usted tirarme una plancha con la
princesa. Vio la flor en casa, la encontró hermosa; no la conocía, a pesar de
que es ducha en Botánica, pero esta Ciencia nada tiene de común con las
hortalizas. ¿Cómo se le ocurrió, mi buen Larsen, poner una flor así en la
habitación? ¡Es ridículo!
Y la hermosa flor azul procedente del huerto fue desterrada del salón de Su
Señoría, del que no era digna, y el dueño fue a excusarse ante la princesa,
diciéndole que se trataba simplemente de una flor de huerto traída por el
jardinero, el cual había sido debidamente reconvenido.
-Pues es una lástima y una injusticia -replicó la princesa-. Nos ha abierto
los ojos a una flor de adorno que despreciábamos, nos ha mostrado la belleza
donde nunca la habíamos buscado. Quiero que el jardinero de palacio me traiga
todos los días, mientras estén floreciendo las alcachofas, una de sus flores a
mi habitación.
Y la orden se cumplió.
Su Señoría mandó decir al jardinero que le trajese otra flor de alcachofa.
-Bien mirado, es bonita -observó- y muy notable -. Y encomió al jardinero.
«Esto le gusta a Larsen -pensó-. Es un niño mimado».
Un día de otoño estalló una horrible tempestad, que arreció aún durante la
noche, con tanta furia que arrancó de raíz muchos grandes árboles de la orilla
del bosque y, con gran pesar de Su Señoría -un «gran pesar» lo llamó el señor-,
pero con gran contento del jardinero, también los dos árboles pelados llenos de
nidos. Entre el fragor de la tormenta pudo oírse el graznar alborotado de los
cuervos y cornejas; las gentes de la casa afirmaron que golpeaban con las alas
en los cristales.
-Ya estará usted satisfecho, Larsen -dijo Su Señoría-; la tempestad ha
derribado los árboles, y las aves se han marchado al bosque. Aquí nada queda ya
de los viejos tiempos; ha desaparecido toda huella, toda señal de ellos. Pero a
mí esto me apena.
El jardinero no contestó. Pensaba sólo en lo que habla llevado en la cabeza
durante mucho tiempo: en utilizar aquel lugar soleado de que antes no disponía.
Lo iba a transformar en un adorno del jardín, en un objeto de gozo para Su
Señoría.
Los corpulentos árboles abatidos habían destrozado y aplastado los
antiquísimos setos con todas sus figuras. El hombre los sustituyó por arbustos y
plantas recogidas en los campos y bosques de la región.
A ningún otro jardinero se le había ocurrido jamás aquella idea. Él dispuso
los planteles teniendo en cuenta las necesidades de cada especie, procurando que
recibiesen el sol o la sombra, según las características de cada una. Cuidó la
plantación con el mayor cariño, y el conjunto creció magníficamente.
Por la forma y el color, el enebro de Jutlandia se elevó de modo parecido al
ciprés italiano; lucía también, eternamente verde, tanto en los fríos invernales
como en el calor del verano, la brillante y espinosa oxiacanta. Delante crecían
helechos de diversas especies, algunas de ellas semejantes a hijas de palmeras,
y otras, parecidas a los padres de esa hermosa y delicada planta que llamamos
culantrillo. Estaba allí la menospreciada bardana, tan linda cuando fresca, que
habría encajado perfectamente en un ramillete. Estaba en tierra seca, pero a
mayor profundidad que ella y en suelo húmedo crecía la acedera, otra planta
humilde y, sin embargo, tan pintoresca y bonita por su talla y sus grandes
hojas. Con una altura de varios palmos, flor contra flor, como un gran
candelabro de muchos brazos, se levantaba la candelaria, trasplantada del campo.
Y no faltaban tampoco las aspérulas, dientes de león y muguetes del bosque, ni
la selvática cala, ni la acederilla trifolia. Era realmente magnífico.
Delante, apoyadas en enrejados de alambre, crecían, en línea, perales enanos
de procedencia francesa. Como recibían sol abundante y buenos cuidados, no
tardaron en dar frutos tan jugosos como los de su tierra de origen.
En lugar de los dos viejos árboles pelados erigieron un alta asta de bandera,
en cuya cima ondeaba el Danebrog, y a su lado fueron clavadas otras estacas, por
las que, en verano y otoño, trepaban los zarcillos del lúpulo con sus fragantes
inflorescencias en bola, mientras en invierno, siguiendo una antigua costumbre,
se colgaba una gavilla de avena con objeto de que no faltase la comida a los
pajarillos del cielo en la venturosa época de las Navidades.
-¡En su vejez, nuestro buen Larsen se nos vuelve sentimental! -decía Su
Señoría-. Pero nos es fiel y adicto.
Por Año Nuevo, una revista ilustrada de la capital publicó una fotografía de
la antigua propiedad señorial. Aparecía en ella el asta con la bandera danesa y
la gavilla de avena para las avecillas del cielo en los alegres días navideños.
El hecho fue comentado y alabado como una idea simpática, que resucitaba, con
todos sus honores, una vieja costumbre.
-Resuenan las trompetas por todo lo que hace ese Larsen. ¡Es un hombre
afortunado! Casi hemos de sentirnos orgullosos de tenerlo.
Pero no se sentía orgulloso el gran señor. Se sentía sólo el amo que podía
despedir a Larsen, pero que no lo hacía. Era una buena persona, y de esta clase
hay muchas, para suerte de los Larsen.
Y ésta es la historia «del jardinero y el señor».
Detente a pensar un poco en ella.
FIN
|