Érase una vez un príncipe, hijo de un rey; nadie poseía tantos y tan hermosos
libros como él; en ellos se leía cuanto sucede en el mundo, y además tenían
bellísimas estampas. Se hablaba en aquellos libros de todos los pueblos y
países; pero ni una palabra contenían acerca del lugar donde se hallaba el
Paraíso terrenal, y éste era precisamente el objeto de los constantes
pensamientos del príncipe.
De muy niño, ya antes de ir a la escuela, su abuelita le había contado que
las flores del Paraíso eran pasteles, los más dulces que quepa imaginar, y que
sus estambres estaban henchidos del vino más delicioso. Una flor contenía toda
la Historia, otra la Geografía, otra las tablas de multiplicar; bastaba con
comerse el pastel y ya se sabía uno la lección; y cuanto más se comía, más
Historia se sabía, o más Geografía o Aritmética.
El niño lo había creído entonces, pero a medida que se hizo mayor y se fue
despertando su inteligencia y enriqueciéndose con conocimientos, comprendió que
la belleza y magnificencia del Paraíso terrenal debían ser de otro género.
-¡Ay!, ¿por qué se le ocurriría a Eva comer del árbol de la ciencia del bien
y del mal? ¿Por qué probó Adán la fruta prohibida? Lo que es yo no lo hubiera
hecho, y el mundo jamás habría conocido el pecado.
Así decía entonces, y así repetía cuando tuvo ya cumplidos diecisiete años.
El Paraíso absorbía todos sus pensamientos.
Un día se fue solo al bosque, pues era aquél su mayor placer.
Se hizo de noche, se acumularon los nubarrones en el cielo, y pronto descargó
un verdadero diluvio, como si el cielo entero fuese una catarata por la que el
agua se precipitaba a torrentes; la oscuridad era tan completa como puede serlo
en el pozo más profundo. Caminaba resbalando por la hierba empapada y tropezando
con las desnudas piedras que sobresalían del rocoso suelo. Nuestro pobre
príncipe chorreaba agua, y en todo su cuerpo no quedaba una partícula seca.
Tenía que trepar por grandes rocas musgosas, rezumantes de agua, y se sentía
casi al límite de sus fuerzas, cuando de pronto percibió un extraño zumbido y se
encontró delante de una gran cueva iluminada. En su centro ardía una hoguera,
tan grande como para poder asar en ella un ciervo entero; y así era realmente:
un ciervo maravilloso, con su altiva cornamenta, aparecía ensartado en un asador
que giraba lentamente entre dos troncos enteros de abeto. Una mujer anciana,
pero alta y robusta, cual si se tratase de un hombre disfrazado, estaba sentada
junto al fuego, al que echaba leña continuamente.
-Acércate -le dijo-. Siéntate al lado del fuego y sécate las ropas.
-¡Qué corriente hay aquí! -observó el príncipe, sentándose en el suelo.
-Más fuerte será cuando lleguen mis hijos -respondió la mujer-. Estás en la
gruta de los vientos; mis hijos son los cuatro vientos de la Tierra. ¿Entiendes?
-¿Dónde están tus hijos? -preguntó el príncipe.
-¡Oh! Es difícil responder a preguntas tontas -dijo la mujer-. Mis hijos
obran a su capricho, juegan a pelota con las nubes allá arriba, en la sala
grande -. Y señaló el temporal del exterior.
-Ya comprendo -contestó el príncipe-. Pero habláis muy bruscamente; no son
así las doncellas de mi casa.
-¡Bah!, ellas no tienen otra cosa que hacer. Yo debo ser dura, si quiero
mantener a mis hijos disciplinados; y disciplinados los tengo, aunque no es
fácil cosa manejarlos. ¿Ves aquellos cuatro sacos que cuelgan de la pared? Pues
les tienen más miedo del que tú le tuviste antaño al azote detrás del espejo.
Puedo dominar a los mozos, te lo aseguro, y no tienen más remedio que meterse en
el saco; aquí no andamos con remilgos. Y allí se están, sin poder salir y
marcharse por las suyas, hasta que a mí me da la gana. Ahí llega uno.
Era el viento Norte, que entró con un frío glacial, esparciendo granizos por
el suelo y arremolinando copos de nieve. Vestía calzones y chaqueta de piel de
oso, y traía una gorra de piel de foca calada hasta las orejas; largos
carámbanos le colgaban de las barbas, y granos de pedrisco le bajaban del
cuello, rodando por la chaqueta.
-¡No se acerque enseguida al fuego! -le dijo el príncipe-. Podrían helársele
la cara y las manos.
-¡Hielo! -respondió el viento con una sonora risotada-. ¡Hielo! ¡No hay cosa
que más me guste! Pero, ¿de dónde sale ese mequetrefe? ¿Cómo has venido a dar en
la gruta de los vientos?
-Es mi huésped -intervino la vieja-, y si no te gusta mi explicación, ya
estás metiéndote en el saco. ¿Me entiendes?
Bastaron estas palabras para hacerle entrar en razón, y el viento Norte se
puso a contar de dónde venía y dónde había estado aquel mes.
-Vengo de los mares polares -dijo-; estuve en la Isla de los Osos con los
balleneros rusos, durmiendo sentado en el timón cuando zarparon del Cabo Norte;
de vez en cuando me despertaba un poquitín, y me encontraba con el petrel
volando entre mis piernas. Es un ave muy curiosa: pega un fuerte aletazo y luego
se mantiene inmóvil, con las alas desplegadas.
-No te pierdas en digresiones -dijo la madre-. ¿Llegaste luego a la Isla de
los Osos?
-¡Qué hermoso es aquello! Hay una pista de baile lisa como un plato, y nieve
semiderretida, con poco musgo; esparcidos por el suelo había también agudas
piedras y esqueletos de morsas y osos polares, como gigantescos brazos y
piernas, cubiertos de moho. Se habría dicho que nunca brillaba allí el sol.
Soplé ligeramente por entre la niebla para que pudiera verse el cobertizo. Era
una choza hecha de maderos acarreados por las aguas; el tejado estaba cubierto
de pieles de morsa con la parte interior vuelta hacia fuera, roja y verde; sobre
el techo había un oso blanco gruñendo. Me fui a la playa, a ver los nidos de los
polluelos, que chillaban abriendo el pico. Les soplé en el gaznate para que lo
cerrasen. Más lejos se revolcaban las morsas, parecidas a intestinos vivientes o
gigantescas orugas con cabeza de cerdo y dientes de una vara de largo.
-Te explicas bien, hijo -observó la madre-. La boca se me hace agua oyéndote.
-Luego empezó la caza. Dispararon un arpón al pecho de una morsa, y por
encima del hielo saltó un chorro de sangre ardiente, como un surtidor. Yo me
acordé entonces de mis tretas; me puse a soplar, y mis veleros, las altas
montañas de hielo, aprisionaron los botes. ¡Qué tumulto, entonces! ¡Qué manera
de silbar y de gritar! pero yo silbaba más que ellos. Hubieron de depositar
sobre el hielo los cuerpos de las morsas capturadas, las cajas y los aparejos;
yo les vertí encima montones de nieve, y forcé las embarcaciones bloqueadas, a
que derivaran hacia el Sur con su botín, para que probasen el agua salada.
¡Jamás volverán a la Isla de los Osos!
-¡Cuánto mal has hecho! -le dijo su madre.
-Otros te contarán lo que hice de bueno - replicó el viento-. Pero ahí
tenemos a mi hermano de Poniente; es el que más quiero; sabe a mar y lleva
consigo un frío delicioso.
-¿No es el pequeño Céfiro? -preguntó el príncipe.
-¡Claro que es el Céfiro! -respondió la vieja-, pero no tan pequeño. Antes
fue un chiquillo muy simpático, pero esto pasó ya.
Realmente tenía aspecto salvaje, pero se tocaba con una especie de casco para
no lastimarse. Empuñaba una porra de caoba, cortada en las selvas americanas,
pues gastaba siempre de lo mejor.
-¿De dónde vienes? –le preguntó su madre.
-De las selvas vírgenes -respondió-, donde los bejucos espinosos forman una
valla entre árbol y árbol, donde la serpiente de agua mora entre la húmeda
hierba, y los hombres están de más.
-¿Y qué hiciste allí?
-Contemplé el río profundo, lo vi precipitarse de las peñas levantando una
húmeda polvareda y volando hasta las nubes para captar el arco iris. Vi nadar en
el río el búfalo salvaje, pero era más fuerte que él, y la corriente se lo
llevaba aguas abajo, junto con una bandada de patos salvajes; al llegar a los
rabiones, los patos levantaron el vuelo, mientras el búfalo era arrastrado. Me
gustó el espectáculo, y provoqué una tempestad tal, que árboles centenarios se
fueron río abajo y se hicieron trizas.
-¿Eso es cuanto se te ocurrió hacer? -preguntó la vieja.
-Di volteretas en las sabanas, acaricié los caballos salvajes y sacudí los
cocoteros. Sí, tengo muchas cosas que contar; pero no hay que decir todo lo que
uno sabe, ¿verdad, vieja?
Y dio tal beso a su madre, que por poco la tumba; era un mozo muy impulsivo.
Se presentó luego el viento Sur, con su turbante y una holgada túnica de
beduino.
-¡Qué frío hace aquí dentro! -exclamó, echando leña al fuego-. Bien se nota
que el viento Norte fue el primero en llegar.
-¡Hace un calor como para asar un oso polar! -replicó aquél.
-¡Eso eres tú, un oso polar! -dijo el del Sur.
-¿Quieres ir a parar al saco? -intervino la vieja-. Siéntate en aquella
piedra y dinos dónde has estado.
-En Africa, madre -respondió el interpelado-. Estuve cazando leones con los
hotentotes en el país de los cafres. ¡Qué hierba crece en sus llanuras, verde
como aceituna! Por allí brincaba el ñu; un avestruz me retó a correr, pero ya
comprendes que yo soy mucho más ligero. Llegué después al desierto de arenas
amarillas, que parece el fondo del mar. Encontré una caravana; estaba
sacrificando el último camello para obtener agua, pero le sacaron muy poca. El
sol ardía en el cielo, y la arena, en el suelo, y el desierto se extendía hasta
el infinito. Me revolqué en la fina arena suelta, arremolinándola en grandes
columnas. ¡Qué danza aquélla! Habrías visto cómo el dromedario cogía miedo, y el
mercader se tapaba la cabeza con el caftán, arrodillándose ante mí como ante
Alá, su dios. Quedaron sepultados, cubiertos por una pirámide de arena. Cuando
soplé de nuevo por aquellos lugares, el sol blanqueará sus huesos, y los
viajeros verán que otros hombres estuvieron allí antes que ellos. De otro modo
nadie lo creería, en el desierto.
-Así, sólo has cometido tropelías -dijo la madre-. ¡Al saco! Y en un abrir y
cerrar de ojos agarró al viento del Sur por el cuerpo y lo metió en el saco.
El prisionero se revolvía en el suelo, pero la mujer se le sentó encima, y
hubo de quedarse quieto.
-¡Qué hijos más traviesos tienes! -observó el príncipe.
-¡Y que lo digas! -asintió la madre-; pero yo puedo con ellos. ¡Ahí tenemos
al cuarto!
Era el viento de Levante y vestía como un chino.
-Toma, ¿vienes de este lado? -preguntó la mujer-. Creía que habrías estado en
el Paraíso.
-Mañana iré allí -respondió el Levante-, pues hará cien años que lo visité
por última vez. Ahora vengo de China, donde dancé en torno a la Torre de
Porcelana, haciendo resonar todas las campanas. En la calle aporreaba a los
funcionarios, midiéndoles las espaldas con varas de bambú; eran gentes de los
grados primero a noveno, y todos gritaban: «¡Gracias, mi paternal bienhechor!»,
pero no lo pensaban ni mucho menos. Y yo venga sacudir las campanas:
¡tsing-tsang-tsu!
-Siempre haciendo de las tuyas -dijo la madre-. Conviene que mañana vayas al
Paraíso; siempre aprenderás algo bueno. Bebe del manantial de la sabiduría y
tráeme una botellita de su agua.
-Muy bien -respondió el Levante-. Pero, ¿por qué metiste en el saco a mi
hermano del Sur? ¡Déjalo salir! Quiero que me hable del Ave Fénix, pues cada vez
que voy al jardín del Edén, de siglo en siglo, la princesa me pregunta acerca de
ella. Anda, abre el saco, madrecita querida, y te daré dos bolsas de té verde y
fresco, que yo mismo cogí de la planta.
-Bueno, lo hago por el té y porque eres mi preferido-. Y abrió el saco, del
que salió el viento del Sur, muy abatido y cabizbajo, pues el príncipe había
visto toda la escena.
-Ahí tienes una hoja de palma para la princesa -dijo-. Me la dio el Ave
Fénix, la única que hay en el mundo. Ha escrito en ella con el pico toda su
biografía, una vida de cien años. Así podrá leerla ella misma. Yo presencié cómo
el Ave prendía fuego a su nido, estando ella dentro, y se consumía, igual que
hace la mujer de un hindú. ¡Cómo crepitaban las ramas secas!. ¡Y qué humareda y
qué olor! Al fin todo se fue en llamas, y la vieja Ave Fénix quedó convertida en
cenizas; pero su huevo, que yacía ardiente en medio del fuego, estalló con gran
estrépito, y el polluelo salió volando. Ahora es él el soberano de todas las
aves y la única Ave Fénix del mundo. De un picotazo hizo un agujero en la hoja
de palma; es su saludo a la princesa.
-Es hora de que tomemos algo -dijo la madre de los vientos, y, sentándose
todos junto a ella, comieron del ciervo asado. El príncipe se había colocado al
lado del Levante, y así no tardaron en ser buenos amigos.
-Dime -preguntó el príncipe-, ¿qué princesa es ésta de que hablabas, y dónde
está el Paraíso?
-¡Oh! -respondió el viento-. Si quieres ir allá, ven mañana conmigo; pero una
cosa debo decirte: que ningún ser humano estuvo allí desde los tiempos de Adán y
Eva. Ya lo sabrás por la Historia Sagrada.
-Sí, desde luego -afirmó el príncipe.
-Cuando los expulsaron, el Paraíso se hundió en la tierra, pero conservando
su sol, su aire tibio y toda su magnificencia. Reside allí la Reina de las
hadas, y en él está la Isla de la Bienaventuranza, a la que jamás llega la
muerte y donde todo es espléndido. Móntate mañana sobre mi espalda y te llevaré
conmigo; creo que no habrá inconveniente. Pero ahora no me digas nada más,
quiero dormir.
De madrugada despertó el príncipe y tuvo una gran sorpresa al encontrarse ya
sobre las nubes. Iba sentado en el dorso del viento de Levante, que lo sostenía
firmemente. Pasaban a tanta altura, que los bosques y los campos, los ríos y los
lagos aparecían como en un gran mapa iluminado.
-¡Buenos días! -dijo el viento-. Aún podías seguir durmiendo un poco más,
pues no hay gran cosa que ver en la tierra llana que tenemos debajo. A menos que
quieras contar las iglesias; destacan como puntitos blancos sobre el tablero
verde.
Llamaba «tablero verde» a los campos y prados.
-Fue una gran incorrección no despedirme de tu madre y de tus hermanos -dijo
el príncipe.
-El que duerme está disculpado -respondió el viento, y echó a correr más
velozmente que hasta entonces, como podía comprobarse por las copas de los
árboles, pues al pasar por encima de ellas crepitaban las ramas y hojas; y
podían verlo también en el mar y los lagos, pues se levantaban enormes olas, y
los grandes barcos se zambullían en el agua como cisnes.
Hacia el atardecer, cuando ya oscurecía, contemplaron el bello espectáculo de
las grandes ciudades iluminadas salpicando el paisaje. Era como si hubiesen
encendido un pedazo de papel y se viesen las chispitas de fuego extinguiéndose
una tras otra, como otros tantos niños que salen de la escuela. El príncipe daba
palmadas, pero el viento le advirtió que debía estarse quieto, pues podría
caerse y quedar colgado de la punta de un campanario.
El águila de los oscuros bosques volaba rauda, ciertamente, pero le ganaba el
viento de Levante. El cosaco montado en su caballo, corría ligero por la estepa,
pero más ligero corría el príncipe.
-¡Ahora verás el Himalaya! -dijo el viento-. Es la cordillera más alta de
Asia, y no tardaremos ya en llegar al jardín del Paraíso.
Torcieron más al Sur, y pronto percibieron el aroma de sus especias y flores.
Higueras y granados crecían silvestres, y la parra salvaje tenía racimos azules
y rojos. Bajaron allí y se tendieron sobre la hierba donde las flores saludaron
al viento inclinando las cabecitas, como dándole la bienvenida.
-¿Estamos ya en el Paraíso? -preguntó el príncipe.
-No, todavía no -respondió el Levante-, pero ya falta poco. ¿Ves aquel muro
de rocas y el gran hueco donde cuelgan los sarmientos, a modo de cortina verde?
Hemos de atravesarlos. Envuélvete en tu capa; aquí el sol arde, pero a un paso
de nosotros hace un frío gélido. El ave que vuela sobre aquel abismo, tiene el
ala del lado de acá en el tórrido verano, y la otra, en el invierno riguroso.
-Entonces, ¿éste es el camino del Paraíso? -preguntó el príncipe.
Se hundieron en la caverna; ¡uf!, ¡qué frío más horrible!, pero duró poco
rato: El viento desplegó sus alas, que brillaron como fuego. ¡Qué abismo! Los
enormes peñascos de los que se escurría el agua, se cernían sobre ellos
adoptando las figuras más asombrosas; pronto la cueva se estrechó de tal modo,
que se vieron forzados a arrastrarse a cuatro patas; otras veces se ensanchaba y
abría como si estuviesen al aire libre.
Se habrían dicho criptas sepulcrales, con mudos órganos y banderas
petrificadas.
-¿Vamos al Paraíso por el camino de la muerte? -preguntó el príncipe; pero el
viento no respondió, limitándose a señalarle hacia delante, de donde venía una
bellísima luz azul. Los bloques de roca colgados sobre sus cabezas se fueron
difuminando en una especie de niebla que, al fin, adquirió la luminosidad de una
blanca nube bañada por la luna. Respiraban entonces una atmósfera diáfana y
tibia, pura como la de las montañas y aromatizado por las rosas de los valles.
Fluía por allí un río límpido como el mismo aire, y en sus aguas nadaban peces
que parecían de oro y plata; serpenteaban en él anguilas purpúreas, que a cada
movimiento lanzaban chispas azules, y las anchas hojas de los nenúfares
reflejaban todos los tonos del arco iris, mientras la flor era una auténtica
llama ardiente, de un rojo amarillento, alimentada por el agua, como la lámpara
por el aceite. Un sólido puente de mármol, bellamente cincelado, cual si fuese
hecho de encajes y perlas de cristal, conducía, por encima del río, a la isla de
la Bienaventuranza, donde se hallaba el jardín del Paraíso.
El viento cogió al príncipe en brazos y lo transportó al otro lado del
puente. Allí las flores y hojas cantaban las más bellas canciones de su
infancia, pero mucho más melodiosamente de lo que puede hacerlo la voz humana.
Y aquellos árboles, ¿eran palmeras o gigantescas plantas acuáticas? Nunca
había visto el príncipe árboles tan altos y vigorosos; en largas guirnaldas
pendían maravillosas enredaderas, tales como sólo se ven figuradas en colores y
oro en las márgenes de los antiguos devocionarios, o entrelazadas en sus
iniciales. Formaban las más raras combinaciones de aves, flores y arabescos. Muy
cerca, en la hierba, se paseaba una bandada de pavos reales, con las fulgurantes
colas desplegadas. Eso parecían... pero al tocarlos se dio cuenta el príncipe de
que no eran animales, sino plantas; eran grandes lampazos, que brillaban como la
esplendoroso cola del pavo real. El león y el tigre saltaban como ágiles gatos
por entre los verdes setos, cuyo aroma semejaba el de las flores del olivo, y
tanto el león como el tigre eran mansos; la paloma torcaz relucía como
hermosísima perla, acariciando con las alas la melena del león, y el antílope,
siempre tan esquivo, se estaba quieto agitando la cabeza, como deseoso de
participar también en el juego.
FIN
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