Las cigüeñas cuentan muchísimas leyendas a sus pequeños, y todas ellas
suceden en el pantano o el cenagal. Generalmente son historias adaptadas a su
edad y a la capacidad de su inteligencia. Las crías más pequeñas se extasían
cuando se les dice: «¡Cribel, crabel, plurremurre!». Lo encuentran
divertidísimo, pero las que son algo mayores reclaman cuentos más enjundiosos, y
sobre todo les gusta oír historias de la familia. De las dos leyendas más largas
y antiguas que se han conservado en el reino de las cigüeñas, todos conocemos
una, la de Moisés, que, abandonado en las aguas del Nilo por su madre, fue
encontrado por la hija del faraón. Se le dio una buena educación y llegó a ser
un gran personaje, aunque nadie conoce el lugar de su sepultura. Pero esta
historia la sabe todo el mundo.
La otra apenas se ha difundido hasta la fecha, acaso por tener un carácter
más local. Durante miles de años, las cigüeñas se la han venido transmitiendo de
generación en generación, cada una contándola mejor que la anterior, y así
nosotros damos ahora la versión más perfecta.
La primera pareja de cigüeñas que la narró, y que había desempeñado
personalmente cierto papel en ella, tiene su residencia veraniega en la casa de
madera del vikingo, en el pantano de Vendsyssel. Está en el departamento de
Hjörring, cerca de Skagen, en Jutlandia, para expresarnos científicamente.
Todavía hoy existe allí un pantano enorme, según puede comprobarse leyendo la
geografía de la región. Dicen los libros que en tiempos muy remotos aquello era
el fondo del mar, que luego se levantó. Se extiende millas y millas en todas
direcciones, rodeado de prados húmedos y de suelo movedizo, con turberas,
zarzales y árboles raquíticos. Casi siempre flota sobre él una densa niebla, y
setenta años atrás se encontraban aún lobos en aquellos parajes. Tiene bien
merecido el nombre de «Pantano salvaje», y es fácil imaginar lo inaccesible que
debió de ser hace mil años, todo él lleno de ciénagas y lagunas. Cierto que,
mirado en conjunto, ya entonces ofrecía el aspecto actual: los cañaverales
tenían la misma altura, con las mismas largas hojas y las flores de color
pardomorado. Crecía, lo mismo que hoy, el abedul de blanca corteza y finas hojas
sueltas y colgantes. Y en cuanto a los animales que moraban en la región,
diremos que la mosca llevaba, su vestido de tul de idéntico corte que ahora, y
que el color de la cigüeña era blanco y negro, con medias rojas. En cambio, el
atuendo de los hombres era de distinto modelo que el nuestro. Eso sí, los que se
aventuraban en aquel suelo pantanoso, ya fuesen siervos o cazadores libres,
acababan hace mil años tan miserablemente como en nuestros días: quedaban presos
en el fango y se hundían en la mansión del rey del pantano, como era llamado el
personaje que reinaba en el fondo de aquel gran imperio. Aunque lo llamaban Rey
del pantano, a nosotros nos parece más apropiado decir Rey de la ciénaga, que
era el título que le daban las cigüeñas. De su modo de gobernar muy poco se
sabía, y tal vez sea mejor así.
En las proximidades del pantano, junto al fiordo de Lim, se alzaba la casa de
madera del vikingo, con bodega de mampostería, torre y tres pisos. En el tejado,
la cigüeña había establecido su nido, donde la madre empollaba tranquilamente
sus huevos, segura de que los pequeños saldrían con toda felicidad.
Un anochecer, el padre llegó a casa más tarde que de costumbre, desgreñado y
con las plumas erizadas. Venía muy excitado.
-Tengo que contarte algo espantoso -dijo a su esposa.
-¡No me lo cuentes! -replicó ella-. Piensa que estoy incubando. A lo mejor
recibo un susto, y los huevos lo pagarían.
-Pues tienes que saberlo -insistió el padre-. Ha llegado la hija de aquel rey
de Egipto que nos da hospedaje. Se ha arriesgado a emprender este largo viaje, y
ahora está perdida.
-¿Cómo? ¿La de la familia de las hadas? ¡Cuéntame, deprisa! Ya sabes que no
puedo sufrir que me hagan esperar cuando estoy empollando.
-Pues la niña ha dado fe a lo que dijo el doctor y que tú misma me
explicaste. Que la flor de este pantano podía curar a su padre enfermo, y por
eso se vino volando en vestido de plumas, acompañada de las otras dos princesas,
vestidas igual, que todos los años vienen al Norte para bañarse y rejuvenecerse.
Ha llegado y está perdida.
-Cuentas con tanta parsimonia -dijo la madre cigüeña-, que los huevos se
enfriarán. Estoy impaciente y no puedo soportarlo.
-He aquí lo que he visto -prosiguió el padre-. Cuando me hallaba esta tarde
en el cañaveral, donde el suelo es bastante firme para sostenerme, llegaron de
pronto tres cisnes. En su aleteo había algo que me hizo pensar: «Cuidado, ésos
no son cisnes de verdad; de cisnes sólo tienen las plumas». En estas cosas, a
nosotros no nos la pegan. Tú lo sabes tan bien como yo.
-Desde luego -respondió ella-. Pero háblame de una vez de la princesa. ¡Dale
que dale con los cisnes y sus plumas!
-Como sabes muy bien, en el centro del cenagal hay una especie de lago
-prosiguió la cigüeña padre-. Si te levantas un poquitín, podrás ver un rincón
de él. Allí, en el suelo pantanoso y junto al cañaveral, crece un aliso. Los
tres cisnes se posaron en él y miraron a su alrededor aleteando. Uno de ellos se
quitó la piel que lo cubría, y entonces reconocí a la princesa de nuestra casa
de Egipto. Se sentó, sin más vestido que su larga y negra cabellera. La oí decir
a sus dos compañeros que le guardasen el plumaje, mientras ella se sumergía en
el agua para coger la flor que creía ver desde arriba. Los otros asintieron con
un gesto de la cabeza y se elevaron por los aires, llevándose el vestido de
plumas. «¿Qué se llevan entre manos?», pensé yo, y probablemente la princesa
pensaría lo mismo. La respuesta me la dieron los ojos, y no los oídos: se
remontaron llevándose el vestido de plumas mientras gritaban: «¡Échate al agua!
Nunca más volarás disfrazada de cisne, ni volverás a ver Egipto. ¡Quédate en el
pantano!». Y diciendo esto, hicieron mil pedazos el vestido de plumas y lo
dispersaron por el aire como si fuesen copos de nieve. Luego, las dos perversas
princesas se alejaron volando.
-¡Es horrible! -exclamó la cigüeña madre-. ¡No puedo oírlo..! Pero sigue,
¿qué sucedió después?
-La princesa se deshacía en llanto y lamentos. Sus lágrimas caían sobre el
aliso, el cual de pronto empezó a moverse, pues era el rey del cenagal en
persona, el que vive en el pantano. Vi cómo el tronco giraba y desaparecía, y
unas ramas largas cubiertas de lodo se levantaban al cielo como si fuesen
brazos. La pobre niña, asustada, saltó sobre la movediza tierra del pantano.
Pero si a mí no puede sostenerme, ¡imagina si podía soportarla a ella! Hundióse
inmediatamente, y con ella el aliso; fue él quien la arrastró. En la superficie
aparecieron grandes burbujas negras, y luego desapareció todo rastro. Ha quedado
sepultada en el pantano, y jamás volverá a Egipto con la flor. ¡Se te hubiera
partido el corazón, mujercita mía!
-¿Por qué vienes a contarme esas cosas en estos momentos? Los huevos pueden
salir mal parados. Sea como fuere, la princesa se salvará; alguien saldrá en su
ayuda. Si se tratase de ti o de mí, la cosa no tendría remedio, desde luego.
-Sin embargo, iré todos los días a echar un vistazo -dijo el padre, y así lo
hizo.
Durante mucho tiempo no observó nada de particular. Mas un buen día vio que
salía del fondo un tallo verde, del cual, al llegar a la superficie del agua,
brotó una hoja, que se fue ensanchando a ojos vistas. Junto a ella se formó una
yema, y una mañana en que la cigüeña pasaba volando por encima, vio que, por
efecto de los cálidos rayos del sol, se abría el capullo, y mostraba en su cáliz
una lindísima niña, rosada y tierna como si saliera del baño.
Era tan idéntica a la princesa egipcia, que la cigüeña creyó al principio que
era ella misma vuelta a la infancia. Mas pensándolo bien, llegó a la conclusión
de que debía ser hija de ella y del rey del pantano. Por eso estaba depositada
en un lirio de agua.
«Aquí no puede quedarse -pensó la cigüeña-. En mi nido somos ya demasiados,
pero se me ocurre una idea. La mujer del vikingo no tiene hijos, y ¡cuántas
veces ha suspirado por tener uno! Dicen de mí que traigo los niños pequeños;
pues esta vez voy a hacerlo en serio. Llevaré la niña a la esposa del vikingo.
¡Qué alegría tendrá!».
Y la cigüeña cogió la criatura y se echó a volar hacia la casa de madera. Con
el pico abrió un agujero en el hueco de la ventana y depositó la pequeñuela en
el regazo de la mujer del vikingo. Seguidamente, regresó a su nido, donde
explicó a madre cigüeña lo sucedido. Las crías escucharon también el relato,
pues eran ya lo bastantes crecidas para comprenderlo.
-¿Sabes? la princesa no está muerta. Ha enviado arriba a su hijita, y ella
habita allá abajo.
-¿No te lo dije yo? -exclamó mamá cigüeña-. Pero ahora piensa en ocuparte un
poco de tus propios hijos. Se acerca el día de la marcha. Siento ya una especie
de cosquilleo debajo de las alas. El cuclillo y el ruiseñor han partido ya, y,
por lo que oigo, las codornices pronostican un viento favorable. O mucho me
engaño, o mis hijos están en disposición de comportarse bravamente durante el
viaje.
¡Qué alegría la de la mujer del vikingo cuando, al despertarse por la mañana,
encontró a la hermosa niña sobre su pecho! La besó y la acarició, pero ella no
cesaba de gritar con todas sus fuerzas y de agitar manos y piernas. Parecía
estar de un pésimo humor. Finalmente, a fuerza de llorar, se quedó dormida, y
estaba lindísima en su sueño. La mujer estaba loca de contenta. Sólo deseaba que
regresara su marido, que había salido a una expedición con sus hombres.
Creyendo próximo su retorno, tanto ella como todos los criados andaban
atareados poniendo orden en la casa.
Los largos tapices de colores que ella misma tejiera con ayuda de sus
doncellas, y que representaban a sus divinidades principales -Odin, Thor y Freia-,
fueron colgados de las paredes. Los siervos pulieron bien los escudos que
adornaban las estancias. Sobre los bancos se colocaron almohadones, en el hogar
del centro del salón se amontonó leña seca para encender fuego al primer aviso.
El ama tomó parte activa en los preparativos, por lo que al llegar la noche se
sentía muy cansada y durmió profundamente. Al despertarse, hacia la madrugada,
experimentó un terrible sobresalto: la niña había desaparecido. Saltó de la
cama, encendió una tea y buscó por todas partes. Y he aquí que al pie del lecho
encontró, en vez de la niña, una fea y gorda rana. Su visión le produjo tanto
enojo, que, cogiendo un palo, se dispuso a aplastarla. Pero el animal la miró
con ojos tan tristes, que la mujer no se sintió con fuerzas para darle muerte.
Siguió mirando por la habitación, mientras la rana croaba angustiosamente, como
tratando de estimular su compasión.
Sobresaltada, la mujer se fue a la ventana y abrió el postigo. En el mismo
momento salió el sol y lanzó sus rayos sobre la gorda rana. De repente pareció
como si la bocaza del animal se contrajese, volviéndose pequeña y roja, los
miembros se estirasen y tomasen formas delicadas. Y la mujer vio de nuevo en el
lecho a su linda pequeñuela, en vez de la fea rana.
-¿Qué es esto? -dijo-, ¿Acaso he soñado? Sea lo que sea, el hecho es que he
recuperado a mi querida y preciosa hijita-. Y la besó y estrechó contra su
corazón, pero ella le arañaba y mordía como si fuese un gatito salvaje.
El vikingo no llegó aquel día ni al siguiente, aunque estaba en camino. Pero
tenía el viento contrario, pues soplaba a favor del vuelo de las cigüeñas, que
emigraban hacia el Sur. Buen viento para unos, es mal viento para otros.
Al cabo de varios días con sus noches, la mujer del vikingo había comprendido
lo que ocurría con su niña. Un terrible hechizo pesaba sobre ella. De día era
hermosa como un hada de luz, aunque su carácter era reacio y salvaje. En cambio,
de noche era una fea rana, plácida y lastimera, de mirada triste. Se conjugaban
en ella dos naturalezas totalmente opuestas, que se manifestaban
alternativamente, tanto en el aspecto físico como en el espiritual. Durante el
día, la chiquilla que trajera la cigüeña tenía la figura de su madre y el
temperamento de su padre; de noche, en cambio, su cuerpo recordaba el rey de la
ciénaga, su padre, mientras el corazón y el sentir eran los de la madre. ¿Quién
podría deshacer aquel embrujo, causado por un poder maléfico? Tal pensamiento
obsesionaba a la mujer del vikingo, que, a pesar de todo, seguía encariñada con
la pobre criatura. Lo más prudente sería no decir nada a su marido cuando
llegase, pues éste, siguiendo la costumbre del país, no vacilaría en abandonar
en el camino a la pobre niña, para que la recogiera quien se sintiese con
ánimos. La bondadosa mujer no podía resignarse a ello. Era necesario que su
esposo sólo viese a la criaturita a la luz del día.
Una mañana pasaron las cigüeñas zumbando por encima del tejado. Durante la
noche se habían posado en él más de cien parejas, para descansar después de la
gran maniobra. Ahora emprendían el vuelo rumbo al mediodía.
-Preparados todos los machos -sonó la orden-. ¡Mujeres y niños también!
-¡Qué ligeras nos sentimos! -decían las cigüeñas jóvenes-. Las patas nos
pican y cosquillean, como si tuviésemos ranas vivas en el cuerpo. ¡Qué suerte
poder viajar por el extranjero!
-Manteneos dentro de la bandada -dijeron el padre y la madre- y no mováis
continuamente el pico, que esto ataca el pecho.
Y se echaron a volar.
En el mismo momento se oyó un sonido de cuernos en el erial; era el vikingo,
que desembarcaba con sus hombres. Volvía con un rico botín de las costas de
Galia, donde las aterrorizadas gentes cantaban, como en Britania: «¡Líbranos,
Señor, de los salvajes normandos!».
¡Qué vida y qué bullicio empezó entonces en el pueblo vikingo del pantano!
Llevaron el barril de hidromiel a la gran sala, encendieron fuego y sacrificaron
caballos. Se preparaba un gran festín. El sacrificador purificó a los esclavos,
rociándolos con sangre caliente de caballo. Chisporroteaba el fuego, se esparcía
el humo por debajo del techo, y el hollín caía de las vigas, pero todos estaban
acostumbrados. Los invitados fueron obsequiados con un opíparo banquete.
Olvidándose intrigas y rencillas, se bebió copiosamente, y en señal de franca
amistad se arrojaban mutuamente a la cabeza los huesos roídos. El bardo -una
especie de juglar, que también era guerrero y había tomado parte en la campaña
en la que había presenciado los acontecimientos que ahora narraba- entonó una
canción en la que ensalzó los hechos heroicos llevados a cabo por cada uno.
Todas las estrofas terminaban con el estribillo: «La hacienda se pierde; los
linajes se extinguen; los hombres perecen también, pero un nombre famoso no
muere jamás».
Entonces todos golpeaban los escudos y martilleaban con un cuchillo o con un
hueso sobre la mesa, provocando un ruido infernal.
La esposa del vikingo permanecía sentada en el banco transversal de la gran
sala de fiestas; llevaba vestido de seda, brazaletes de oro y perlas de ámbar.
Se había puesto sus mejores galas, y el bardo no dejó de mencionarla en su
canto. Habló del tesoro que había aportado a su opulento marido, el cual estaba
encantado con la hermosa niña que había visto a la luz del día, en toda su
belleza. Le había gustado el carácter salvaje que se manifestaba en la criatura.
Pensaba que la pequeña sería, andando el tiempo, una magnífica walkiria, capaz
de competir con cualquier héroe; no parpadearía cuando una mano diestra le
afeitara en broma las cejas con su espada.
Se vació el primer barril de hidromiel y trajeron otro. Se bebía de firme, y
los comensales eran gentes de gran resistencia. Sin embargo, ya entonces corría
el refrán: «Los animales saben cuándo deben salir del prado; pero un hombre
insensato nunca conoce la medida de su estómago». No es que no la conocieran,
pero del dicho al hecho hay un gran trecho. También conocían este otro
proverbio: «La amistad se enfría cuando el invitado tarda demasiado en
marcharse». Y, sin embargo, no se movían; eran demasiado apetitosos la carne y
el hidromiel. La fiesta discurrió con gran bullicio. Por la noche, los siervos
durmieron en las cenizas calientes; untaron los dedos en la grasa mezclada con
hollín y se relamieron muy a gusto. Fue una fiesta espléndida.
Aquel año, el vikingo se hizo otra vez a la vela, pese a que se levantaban ya
las tormentas otoñales. Se dirigió con sus hombres a las costas británicas, lo
cual, según él, era sólo «atravesar el charco». Su mujer quedó en casa con la
niña. Ahora la madre adoptiva quería ya más a la pobre rana de dulce mirada y
hondos suspiros, que a la belleza que arañaba y mordía.
Bosques y eriales fueron invadidos por las espesas y húmedas nieblas de
otoño, que provocan la caída de las hojas. El «pájaro sin plumas», como llaman
allí a la nieve, llegó volando en nutridas bandadas; se acercaba el invierno.
Los gorriones se incautaron del nido de las cigüeñas, burlándose, a su manera,
de las propietarias ausentes. ¿Dónde pararían éstas, con su prole?
Pues a la sazón estaban en Egipto, donde el sol calienta tanto en invierno
como lo hace en nuestro país en los más hermosos días del verano. Tamarindos y
acacias florecían por doquier. La media luna de Mahoma brillaba radiante en las
cúpulas de las mezquitas. Numerosas parejas de cigüeñas descansaban en las
esbeltas torres después de su largo viaje. Grandes bandadas habían alineado sus
nidos sobre las poderosas columnas, las derruidas bóvedas de los templos y otros
lugares abandonados. La palma datilera proyectaba a gran altura su copa
protectora, como formando un parasol. Las grises pirámides se dibujaban como
siluetas en el aire diáfano sobre el fondo del desierto, donde el avestruz hacía
gala de la ligereza de sus patas, y el león contemplaba con sus grandes y
despiertos ojos la esfinge marmórea, medio enterrada en la arena. El agua del
Nilo se había retirado; en el lecho del río pululaban las ranas, las cuales
ofrecían al pueblo de las cigüeñas el más sublime espectáculo que aquella tierra
pudiera depararles. Los pequeños creían que se trataba de un engañoso espejismo,
de tan hermoso que lo encontraban.
-Así van las cosas, aquí. Ya les dije yo que en nuestra tierra cálida se está
como en Jauja -dijo la madre cigüeña; y los pequeños sintieron un cosquilleo en
el estómago.
-¿Queda aún mucho por ver? -preguntaron ¿Tenemos que ir más lejos todavía?
-No, ya no hay más que ver -respondió la vieja-. Después de esta bella tierra
viene una selva impenetrable, donde los árboles crecen en confusión, enlazados
por espinosos bejucos. Es una espesura inaccesible, a cuyo través sólo el
elefante puede abrirse camino con sus pesadas patas. Las serpientes son allí
demasiado gordas para nosotras, y las ardillas, demasiado rápidas y vivarachas.
Por otra parte, si se adentran en el desierto, se les meterá arena en los ojos;
y esto en el mejor de los casos, es decir, si el tiempo es bueno; que si se pone
tempestuoso, serán engullidos por una tromba de arena. No, aquí es donde se está
mejor. Hay ranas y langostas. Aquí nos quedaremos.
Y se quedaron. Los viejos se instalaron en su nido, construido en la cúspide
del esbelto minarete, y se entregaron al descanso, aunque bastante tenían que
hacer con alisarse las plumas y rascarse las rojas medias con el pico. De vez en
cuando extendían el cuello, y, saludando gravemente, levantaban la cabeza, de
frente elevada y finas plumas. En sus ojos pardos brillaba la inteligencia. Las
jovencitas paseaban con aire grave por entre los jugosos juncos, mirando de
reojo a sus congéneres. De este modo se trababan amistades, y a cada tres pasos
se detenían para zamparse una rana. Luego cogían una culebrina con el pico, la
balanceaban de un lado a otro, con movimientos de la cabeza que ellas creían
graciosos; en todo caso, el botín les sabía a gloria. Los jóvenes petimetres
armaban mil pendencias, golpeándose con las alas, atacándose unos a otros con el
pico hasta hacerse sangre. Y así se iban enamorando y prometiendo los señoritos
y las damitas. Al fin y al cabo, éste era el objetivo de su vida. Entonces cada
pareja pensaba en construir su nido, lo cual daba pie a nuevas contiendas, pues
en aquellas tierras cálidas todo el mundo es de temperamento fogoso. Pero, con
todo, reinaba la alegría, y los viejos, sobre todo, estaban muy satisfechos. A
los ojos de los padres está bien cuanto hacen los hijos. Salía el sol todos los
días abundaba la comida, sólo había que pensar en divertirse y pasarlo bien.
Pero al rico palacio del que las cigüeñas llamaban su anfitrión, no había vuelto
la alegría.
El poderoso y opulento señor, con todos los miembros paralizados, yacía cual
una momia en un diván de la espaciosa sala de policromas paredes. Se habría
dicho que reposaba en el cáliz de un tulipán. Lo rodeaban parientes y amigos. No
estaba muerto, pero tampoco podía decirse que estuviera vivo. Seguía sin llegar
la salvadora flor del pantano nórdico, en cuya busca había partido aquella que
más lo quería. Su joven y hermosa hija, que había emprendido el vuelo hacia el
Norte disfrazada de cisne, cruzando tierras y mares, no regresaría nunca. «Ha
muerto», habían comunicado a su vuelta las doncellas-cisnes. He aquí la historia
que se habían inventado:
Íbamos las tres volando a gran altura, cuando nos descubrió un cazador y nos
disparó una flecha, que hirió a nuestra amiguita. Ésta, entonando su canción de
despedida, cayó lentamente como un cisne moribundo al lago del bosque. La
enterramos en la orilla, bajo un aromático abedul. Pero la hemos vengado.
Pusimos fuego bajo el ala de la golondrina que construía su nido en el techo de
cañas del cazador. El fuego prendió, y toda la casa fue pasto de las llamas. El
cazador murió abrasado, y la hoguera brilló por encima del lago, hasta el abedul
a cuyo pie habíamos sepultado a nuestra amiga. Allí reposa la princesa, tierra
que ha vuelto a la tierra. ¡Jamás regresará a Egipto!
Y las dos se echaron a llorar.
La cigüeña padre, a quien contaron aquella fábula, castañeteó con el pico con
tanta fuerza, que el eco resonó a lo lejos.
-¡Mentira y perfidia! -exclamó-. Me entran ganas de traspasarles el pecho con
el pico.
-¡Sí, para rompértelo! -replicó la madre-. ¡Lo guapo que quedarías! Mejor
será que pienses en ti y después en tu familia. ¿Qué te importan los demás?
-Sin embargo, mañana me pondré al borde del tragaluz de la cúpula, cuando se
reúnan los sabios y eruditos para tratar del estado del enfermo. Tal vez de este
modo se acercarán algo a la verdad.
Y los sabios y eruditos se congregaron. Hubo muchos y elocuentes discursos.
Se extendieron en mil detalles; pero la cigüeña no sacó nada en limpio, ni
tampoco salió de la asamblea nada que pudiera aprovechar al enfermo ni a la hija
perdida en el pantano. Sin embargo, bueno será que oigamos algo. ¡Tantas cosas
hay que oír en este mundo!
Para entender lo ocurrido, conviene ahora que nos remontemos a los principios
de esta historia. Así la podremos comprender bien, o al menos tanto como papá
cigüeña.
«El amor engendra la vida. El amor más alto engendra la vida más alta», había
dicho alguien. Y era una idea muy inteligente y muy bien expresada, al decir de
los sabios.
-Es un hermoso pensamiento -afirmó enseguida papá cigüeña.
-No acabo de entenderlo bien -replicó la madre-, y la culpa no es mía, sino
del pensamiento. Pero me importa un comino, otras cosas tengo en que pensar.
Los sabios se extendieron luego en largas disquisiciones sobre las distintas
clases de amor. Hay que distinguir el amor que los novios sienten uno hacia el
otro, del amor entre padres e hijos; y también es distinto el amor de la luz por
las plantas -y los sabios describieron cómo el rayo del sol besa el cieno y cómo
de este beso brota el germen-. Todo ello fue expuesto con grandes alardes de
erudición, hasta el extremo de que la cigüeña padre fue incapaz de seguir el
hilo del discurso, y no digamos ya de repetirlo. Quedó muy pensativo y,
entonando los ojos, se pasó todo el día siguiente de pie sobre una pata. Aquello
era demasiado para su inteligencia.
Pero una cosa entendió papá cigüeña, una cosa que había oído tanto de labios
de los ciudadanos inferiores como de los signatarios más encopetados: que para
miles de habitantes y para la totalidad del país era una gran calamidad el hecho
de que aquel hombre estuviese enfermo sin esperanzas de restablecerse. Sería una
suerte y una bendición el que recuperase la salud. «Pero, ¿dónde crece la flor
que posee virtud para devolvérsela?». Todos lo habían preguntado, consultado los
libros eruditos, las brillantes constelaciones, los vientos y las intemperies.
Habían echado mano de todos los medios posibles, y finalmente la asamblea de
eminencias había llegado, según ya se dijo, a aquella conclusión: «El amor
engendra vida, vida para el padre», con lo cual dijeron más de lo que ellos
mismos comprendían. Y lo repitieron por escrito, en forma de receta: «El amor
engendra vida». Ahora bien, ¿cómo preparar aquella receta? Ahí estaba el
problema. Por fin convinieron unánimemente en que el auxilio debía partir de la
princesa, que amaba a su padre con todo el corazón y toda el alma. Tras muchas
discusiones, encontraron también el medio de llevar a cabo la empresa. Hacía
ahora exactamente un año que la princesa, una noche de luna creciente, a la hora
en que ya el astro declinaba, se dirigió a la esfinge de mármol del desierto.
Llegada frente a ella, hubo de quitar la arena que cubría la puerta que había a
su pie, y seguir el largo corredor que llevaba al centro de la enorme pirámide,
en que reposaba la momia de uno de los poderosos faraones de la Antigüedad,
rodeada de pompa y magnificencia. Debería apoyar la cabeza sobre el muerto, y
entonces le sería revelada la manera de salvar la vida de su padre.
Todo lo había cumplido la princesa, y en sueños se le había comunicado que
debía partir hacia el Norte en busca de un profundo pantano situado en tierra
danesa. Le habían marcado exactamente el lugar, y debía traer a su país la flor
de loto que tocara su pecho en lo más hondo de sus aguas. Así es como se
salvaría su padre.
Por eso había emprendido ella el viaje al pantano salvaje, en figura de
cisne. De todo esto se enteraron la pareja de cigüeñas, y ahora también nosotros
estamos mucho mejor enterados que antes. Sabemos que el rey del pantano la había
atraído hacia sí, y que los suyos la tenían por muerta y desaparecida. Sólo el
más sabio de los reunidos añadió, como dijera ya la madre cigüeña: «Ella
encontrará la manera de salvarse», y todos decidieron esperar a que se
confirmara esta esperanza, a falta de otra cosa mejor.
-Ya sé lo que voy a hacer -dijo cigüeña padre-. Quitaré a las dos malas
princesas su vestido de cisnes. Así no podrán volver al pantano y cometer nuevas
tropelías. Guardaré los plumajes allá arriba, hasta que les encuentre alguna
aplicación.
-¿Dónde los vas a esconder? -preguntó la madre.
-En nuestro nido del pantano -respondió él-. Yo y nuestros pequeños podemos
ayudarnos mutuamente para su transporte, y si resultasen demasiado pesados,
siempre habrá algún lugar en ruta donde ocultarlos hasta el próximo viaje. Un
plumaje de cisne sería suficiente para la princesa, pero si hay dos, mejor que
mejor. Para viajar por el Norte hay que ir bien equipado.
-Nadie te lo agradecerá -dijo la madre-. Pero tú eres el que mandas. Yo sólo
cuento durante la incubación.
En el pueblo del vikingo, a orillas del pantano salvaje, donde en primavera
vivían las cigüeñas, habían dado nombre a la niña. La llamaron Helga, pero aquel
nombre era demasiado dulce para el temperamento que se albergaba en su hermosa
figura. Mes tras mes iba la niña creciendo, y así pasaron varios años, en el
curso de los cuales las cigüeñas repitieron regularmente su viaje: en otoño
rumbo al Nilo, y en primavera, de vuelta al pantano. La pequeña se había
convertido en una muchacha, y, antes de que nadie se diese cuenta, en una
hermosísima doncella de 16 años. Pero bajo la bella envoltura se ocultaba un
alma dura e implacable. Era más salvaje que la mayoría de las gentes de aquellos
rudos y oscuros tiempos. Su mayor placer era bañar las blancas manos en la
sangre humeante del caballo sacrificado. En sus accesos de furor mordía el
cuello del gallo negro que el sacerdote se disponía a inmolar, y a su padre
adoptivo le decía muy en serio:
-Si viniese tu enemigo y atase una soga a las vigas de nuestro tejado, y lo
levantase justamente encima de la habitación donde duermes, yo no te despertaría
aunque pudiera hacerlo. No oiría nada, pues aún zumba en mi oído la sangre desde
aquel día en que me pegaste una bofetada. ¡Tengo buena memoria!
Pero el vikingo no prestaba crédito a sus palabras; como todos los demás
estaba trastornado por su hermosura, y tampoco conocía la transformación
interior y exterior que la pequeña Helga sufría todos los días. Montaba a
caballo sin silla, como formando una sola pieza con su montura, y partía al
galope tendido. No se apeaba cuando el animal se batía con otros de igual
fiereza. Completamente vestida se arrojaba a la violenta corriente de la bahía y
salía nadando al encuentro del vikingo, cuando el bote de éste avanzaba hacia la
orilla. De su largo y hermoso cabello se cortó el rizo más largo, para trenzar
con él una cuerda de arco.
-Lo mejor es lo que se hace uno mismo -decía.
La mujer del vikingo, que, como correspondía a la época y a las costumbres,
era de voluntad firme y carácter recio, en comparación con su hija adoptiva era
un ser dulce y tímido. Por otra parte, sabía que aquella criatura terrible era
víctima de un embrujo.
Cuando la madre estaba en la azotea o salía al patio, muchas veces Helga se
sentía acometida del perverso capricho de sentarse sobre el borde del pozo y,
agitando brazos y piernas, precipitarse por el angosto y profundo agujero.
Impelida por su naturaleza de rana, se zambullía hasta el fondo. Luego volvía a
la superficie, trepaba como un gato hasta la boca del pozo y, chorreando agua,
entraba en la sala, donde las hojas verdes que cubrían el suelo eran arrastradas
por el arroyuelo.
Pero había un momento en que Helga aceptaba el freno: el crepúsculo
vespertino, durante el cual se volvía apacible y pensativa, dejándose guiar y
conducir. Entonces, un sentimiento íntimo la acercaba a su madre, y cuando el
sol se ponía y se producía su transformación interior y exterior, se quedaba
quieta y triste, contraída en su figura de rana. Su cuerpo era entonces mucho
más voluminoso que el de este animal, y precisamente esta circunstancia
aumentaba su fealdad. Parecía una enana repugnante, con cabeza de rana y manos
palmeadas. Una infinita tristeza se reflejaba en sus ojos, cuya mirada paseaba
en derredor; en vez de voz emitía un croar apagado, como un niño que solloza en
sueños. La mujer del vikingo la tomaba entonces en su regazo, olvidándose de su
horrible figura, y mirando únicamente a sus tristes ojos. Y muchas veces le
decía:
-Casi preferiría que fueses siempre mi ranita muda. Peor es tu aspecto cuando
por fuera pareces tan bella.
Y escribía runas contra los hechizos y las enfermedades, y las echaba sobre
la infeliz, pero no lograba ninguna mejoría.
-¡Quién creería que fue tan pequeña y que reposó en el cáliz de un lirio de
agua! -dijo un día la cigüeña padre-. Ahora es toda una moza, fiel retrato de su
madre egipcia. Nunca hemos vuelto a verla desde aquel día. No ha conseguido
salvarse, como creísteis tú y el sabio. Año tras año he volado sobre el pantano,
pero jamás ha dado señal de vida. Te lo voy a confesar: aquellos años en que
llegaba unos días antes que tú, para arreglar el nido y poner en orden las
cosas, me pasé cada vez una noche entera volando, como una lechuza o un
murciélago por encima del pantano, y siempre sin resultado. Hasta ahora los dos
plumajes de cisne que traje del Nilo con ayuda de mis pequeños, siguen allí sin
servir para nada. Y tanto como costó el transporte: tres viajes completos
hubimos de invertir. Ahora llevan ya años en el fondo del nido, y si un día hay
un incendio y la casa se quema, se consumirán ellos también.
-Y también nuestro buen nido -suspiró la cigüeña madre-. Tú piensas menos en
él que en los plumajes y en tu princesa egipcia. ¿Por qué no bajas al pantano y
te quedas a su lado?. Para tu propia familia eres un mal padre; te lo tengo
dicho varias veces, desde que empollé por primera vez. ¡Con tal que esa salvaje
chiquilla del vikingo no nos largue una flecha a las alas! No sabe lo que hace.
Y, sin embargo, esta casa fue nuestra mucho antes que suya, debería tenerlo en
cuenta. Nosotros no nos olvidamos nunca de pagar nuestra deuda; cada año traemos
nuestra contribución: una pluma, un huevo y una cría, como es justo y
equitativo. ¿Crees acaso que cuando la chica ronda por ahí me atrevo a salir
como antes y como acostumbro hacer en Egipto, donde estoy en trato de igualdad
con las personas, sin privarme de nada, metiendo el pico en escudillas y
pucheros? No, aquí me estoy muy quietecita, rabiando por aquella mocosa.
Y rabiando también por su causa. ¿Por qué no la dejaste en el lirio de agua?
No nos veríamos ahora en estos apuros.
-Bueno, bueno; eres mejor de lo que harían creer tus discursos -respondió
papá cigüeña-. Te conozco mejor de lo que tú misma puedes conocerte.
Y pegando un salto y un par de aletazos y estirando las patas hacia atrás, se
puso a volar, o, mejor diríamos, a nadar, sin mover siquiera las alas. Cuando
estuvo alejado un buen trecho dio otro vigoroso aletazo, el sol brilló en sus
blancas plumas, y cuello y cabeza se alargaron hacia delante. ¡Qué fuerza y qué
brío!
-Es el más guapo de todos, esto no hay quien lo niegue -dijo mamá cigüeña-.
Pero me guardaré bien de decírselo.
Aquella vez el vikingo llegó antes que de costumbre, en el tiempo de la
cosecha, con botín y prisioneros. Entre éstos venía un joven sacerdote
cristiano, uno de esos que perseguían a los antiguos dioses de los países
nórdicos. En los últimos años se había hablado a menudo en la hacienda y en el
aposento de las mujeres, de aquella nueva fe que se había difundido en todas las
tierras del Mediodía, y que San Ansgario había llevado ya incluso hasta Hedeby,
en el Schlei. Hasta la pequeña Helga había oído hablar de la religión del Cristo
blanco, que, por amor a los hombres, había venido a redimirlos. Verdad es que la
noticia, como suele decirse, le había entrado por un oído y salido por el otro.
La palabra amor sólo parecía tener sentido para ella cuando, en el cerrado
aposento, se contraía para transformarse en la mísera rana. Pero la mujer del
vikingo no había echado la nueva en saco roto, y los informes y relatos que
circulaban sobre aquel Hijo del único Dios verdadero, la habían impresionado
profundamente.
Los hombres al volver de la expedición, habían hablado de los magníficos
templos, construidos con ricas piedras labradas, en honor de aquel dios cuyo
mandamiento era el amor. Habían traído varios vasos de oro macizo,
artísticamente trabajados, y que despedían un singular aroma. Eran incensarios,
de aquellos que los sacerdotes cristianos agitaban ante el altar, en el que
nunca manaba la sangre, sino que el pan y el vino consagrados se transformaban
en el cuerpo y la sangre de Aquel que se había ofrecido en holocausto para
generaciones aún no nacidas.
El joven sacerdote cautivo fue encerrado en la bodega de piedra de la casa,
con manos y pies atados con cuerdas de fibra. Era hermoso, «hermoso como el dios
Baldur», había dicho la esposa del vikingo, la cual se compadecía de su suerte,
mientras Helga pedía que le pasasen una cuerda a través de las corvas y lo
atasen a los rabos de toros salvajes.
-Entonces yo soltaría los perros, y ¡a correr por el pantano y el erial! ¡Qué
espectáculo, entonces, y aún sería más divertido seguirlo a la carrera!
Pero el vikingo se negó a someterlo a aquella clase de muerte, y lo condenó a
ser sacrificado al día siguiente sobre la piedra sagrada del soto, como
embaucador y perseguidor de los altos dioses. No sería la primera vez que se
inmolaba allí a un hombre.
La joven Helga pidió que se le permitiese rociar con su sangre las imágenes
de los dioses y al pueblo. Afiló su bruñido cuchillo, y al pasar sobre sus pies
uno de los grandes y fieros perros, muy numerosos en la hacienda, le clavó el
arma en el flanco.
-Esto es sólo un ensayo -dijo.
La mujer del vikingo observó con gran pena la conducta de la salvaje y
perversa muchacha. Cuando llegó la noche y se produjo la transformación en el
cuerpo y el alma de la hermosa doncella, expresó, con el corazón compungido y
ardientes palabras, todo el dolor que la embargaba.
La fea rana permanecía inmóvil, con el cuerpo contraído, clavados en la mujer
los tristes ojos pardos, escuchándola y pareciendo comprender sus reproches con
humana inteligencia.
-Nunca, ni siquiera a mi marido, dijo mi lengua una palabra de lo que por tu
causa estoy sufriendo -exclamaba la esposa del vikingo-. Nunca hubiera creído
que en mi alma cupiera tanto dolor. Grande es el amor de una madre, pero tu
corazón ha sido siempre insensible a él. Tu corazón es como un frío trozo de
barro. ¿Por qué viniste a parar a nuestra casa?
Un temblor extraño recorrió el cuerpo de la repugnante criatura, como si
aquellas palabras hubiesen tocado un lazo invisible entre el cuerpo y el alma.
Gruesas lágrimas asomaron a sus ojos.
-¡Ya vendrán para ti tiempos duros! -prosiguió la mujer-. Pero también mi
vida se hará espantosa. Mejor hubiera sido exponerte en el camino, recién
nacida, para que te meciera la helada hasta hacerte morir.
Y la esposa del vikingo lloró amargas lágrimas, y se retiró, airada y
afligida, detrás de la cortina de pieles que, colgando de la viga, dividía en
dos la habitación.
La arrugada rana quedó sola en una esquina. Aun siendo muda, al cabo de un
rato exhaló un suspiro ahogado. Era como si, sumida en profundo dolor, naciese
una vida nueva en lo más íntimo de su pecho.
El feo animal avanzó un paso, aguzó el oído, dio luego un segundo paso y, con
sus manos torpes, cogió la pesada barra colocada delante de la puerta. La sacó
sin hacer ruido y quitó luego la clavija de debajo de la aldaba. Después cogió
la lámpara encendida que había en la parte delantera de la habitación; se
hubiera dicho que una voluntad férrea le daba energías. Descorriendo el perno de
hierro del escotillón, se deslizó escaleras abajo hasta el prisionero, que
estaba dormido. Le tocó la rana con su mano fría y húmeda, y al despertar él y
ver ante sí la repelente figura, se estremeció como ante una aparición infernal.
El animal se sacó el cuchillo, cortó las ligaduras del cautivo y le hizo señas
de que lo siguiera.
Él invocó nombres sagrados, trazó la señal de la cruz y, viendo que aquella
figura seguía invariable, dijo:
-Bienaventurado el que tiene compasión del desgraciado. El Señor lo amparará
en el día de la tribulación. ¿Quién eres? ¿Cómo tienes el exterior de un animal,
y, sin embargo, realizas obras de misericordia?
La rana le hizo una seña y lo guió, entre corredores cerrados sólo por pieles
de animales, hasta el establo, donde le señaló un caballo. Montó él de un saltó,
pero la rana se subió delante, agarrándose a las crines. El prisionero
comprendió su intención, y, emprendiendo un trote ligero, pronto se encontraron,
por un camino que él no habría descubierto nunca, en el campo libre.
El hombre se olvidó de la repugnante figura de su compañera, sintiendo sólo
la gracia y la misericordia del Señor, que obraba a través de aquel monstruo; y
rezó piadosas oraciones y entonó canciones santas. La rana empezó a temblar: ¿se
manifestaba en ella el poder de la oración y del canto, o era acaso el fresco de
la mañana, que no estaba ya muy lejos? ¿Qué era lo que sentía? Se incorporó y
trató de detener el caballo y saltar a tierra, pero el sacerdote la sujetó con
todas sus fuerzas y entonó un canto para deshacer el hechizo que mantenía aquel
ser en su repugnante figura de rana. El caballo se lanzó a todo galope, el cielo
se tiñó de rojo, el primer rayo de sol rasgó las nubes, y el manantial de luz
provocó la transformación cotidiana: nuevamente apareció la joven belleza con su
alma demoníaca. Él, que tenía fuertemente asida a la hermosa doncella, se
espantó y, saltando del caballo, lo detuvo, creyendo que tenía ante los ojos un
nuevo y siniestro hechizo. Pero la joven Helga se había apeado también de un
brinco; la breve falda sólo le llegaba hasta las rodillas. Sacando el afilado
cuchillo del cinturón, se arrojó sobre su sorprendido compañero.
-¡Deja que te alcance! -gritaba-. Deja que te alcance y te hundiré el
cuchillo en el corazón. ¡Estás pálido como la cera! ¡Esclavo! ¡Mujerzuela!
Y se arrojó sobre él. Se entabló una ruda lucha. Parecía como si un poder
invisible diese fuerzas al cristiano; sujetó a la doncella, y un viejo roble que
allí crecía vino en su ayuda, trabando los pies de su enemiga con las raíces que
estaban en parte al descubierto. Allí cerca manaba una fuente; el hombre roció
con sus aguas cristalinas el pecho y el rostro de la muchacha, según costumbre
cristiana; pero el bautismo no tiene virtud cuando del interior no brota al
mismo tiempo el manantial de la fe.
Y, no obstante, este gesto surgió su efecto. En sus brazos obraban fuerzas
sobrehumanas en lucha contra el poder del mal; y el cristiano pudo dominarla.
Dejó ella caer los brazos, y se quedó contemplando con mirada de asombro las
pálidas mejillas de aquel hombre que le parecía un poderoso mago, fuerte en sus
artes misteriosas. Leía él en alta voz oscuras y funestas runas, trazando en el
aire signos indescifrables. Ni ante el hacha centelleante ni ante un afilado
cuchillo blandido ante sus ojos habría ella parpadeado; y, en cambio, lo hizo
cuando él trazó la señal de la cruz sobre su frente. Permaneció quieta cual un
ave amansada, reclinada la cabeza sobre el pecho.
Él le habló con dulzura de la caritativa acción que había realizado aquella
noche cuando, presentándose en su prisión en figura de feísima rana, lo había
desatado y vuelto a la luz y a la vida. También ella estaba atada, atada con
lazos más duros que los de él, dijo, pero también llegaría, por su mediación, a
la luz y la vida. La conduciría a Hedeby, a presencia del santo hombre Ansgario;
en aquella ciudad cristiana se desharía el embrujo. Pero no debía llevarla
montada delante de él, aunque se comportara con apacibilidad y mansedumbre.
-Montarás a la grupa, no delante. Tu beldad hechicera tiene un poder que
procede del demonio, y lo temo. ¡Pero venceré, en el nombre de Cristo!
Hincóse de rodillas y rezó con piedad y fervor. Y fue como si la silenciosa
naturaleza se trocase en un templo santo; los pájaros se pusieron a cantar, como
si fueran el coro de los fieles, mientras la menta silvestre exhalaba un intenso
aroma, como para reemplazar el de ámbar y el incienso. Él anunciaba en voz alta
la palabra de las Escrituras: «La luz de lo alto nos ha visitado para iluminar a
aquellos que se hallan sumidos en las sombras de la muerte, para guiar nuestros
pasos por el camino de la paz».
Y habló del anhelo de la criatura, y mientras hablaba, el caballo, que en
veloz carrera lo había llevado hasta allí, permanecía inmóvil, pataleando en los
largos zarcillos de la zarzamora, de modo que los jugosos frutos caían en la
mano de Helga, ofreciéndole algo con que calmar el hambre.
Dócilmente se dejó subir a las ancas del caballo y quedó sentada como una
sonámbulo, que se está quieta pero no despierta. El cristiano ató dos ramas en
forma de cruz, que sostuvo en la mano, y emprendieron la ruta a través del
bosque, cada vez más espeso e impenetrable, por un camino que se iba estrechando
progresivamente, hasta que se perdió en la maleza. Cada zarzal era una barrera
que les cerraba el paso y había que rodear; las fuentes no se convertían en
arroyuelos, sino en verdaderos pantanos, que obligaban a nuevos rodeos. Mas el
aire puro del bosque proporcionaba a los caminantes fuerza y alivio, y un vigor
no menos intenso brotaba de las dulces palabras del jinete, en las que resonaban
la fe y la caridad cristianas, animadas por el afán de llevar a la embrujada
doncella hacia la luz y la vida.
La gota de lluvia perfora, dicen, la dura piedra. En el curso del tiempo, las
olas del mar pulimentan y redondean la quebrada roca esquinada; el rocío de la
gracia, que por vez primera caía sobre la pequeña Helga, reblandecía la dureza,
redondeaba la arista. Ninguna conciencia tenía ella de lo que en sí misma
ocurría. ¡Qué sabe la semilla, hundida en la tierra, de la planta y la flor que
hay encerradas en ella, y que germinarán con ayuda de la humedad y de los rayos
del sol!
Semejante al canto de la madre, que se va insinuando imperceptiblemente en el
alma del niño, de manera que éste va imitando poco a poco las palabras sin
comprenderlas, así también obraba allí el verbo, esa fuerza divina que santifica
a cuantos en ella creen.
Salieron del bosque, cruzaron el erial y se adentraron nuevamente por selvas
intransitables. Hacia el anochecer, se toparon con unos bandoleros.
-¿Dónde raptaste esta preciosa muchacha? -le preguntaron los bandidos.
Cogieron el caballo por la brida y obligaron a apearse a los dos jinetes;
formaban un grupo muy numeroso. El sacerdote no disponía de más arma que el
cuchillo que había arrancado a Helga, y con él se defendió valerosamente. Uno de
los salteadores blandió su hacha, pero el cristiano saltó de lado, esquivando la
herida. El filo del hacha fue a clavarse en el cuello del caballo; brotó un
chorro de sangre y el animal se desplomó. Entonces, Helga, como arrancada de un
profundo ensimismamiento, se precipitó contra el gimiente caballo. El sacerdote
se colocó delante de ella para protegerla, pero uno de los bandidos le asestó un
mazazo en la frente, con tal violencia que la sangre y los sesos fueron
proyectados al aire, y el cristiano cayó muerto.
Los bandoleros sujetaron a Helga por los blancos brazos, pero en el mismo
momento se puso el sol, y la muchacha se transformó en una fea rana. La boca, de
un verde blanquecino, se ensanchó hasta cubrir la mitad de su cara, los brazos
se le volvieron delgados y viscosos, una ancha mano palmeada se extendió en
abanico... Los bandoleros la soltaron, espantados. Ella, convertida en un
monstruo repulsivo, empezó a dar saltos, como era propio de su nueva naturaleza,
más altos que ella misma, y desapareció entre la maleza. Los bandoleros creyeron
que se las habían con las malas artes de Loki o con algún misterioso hechizo, y
se apresuraron a alejarse del siniestro lugar.
Salió la luna llena e inundó las tierras con su luz. Entre la maleza apareció
Helga en su horrible figura de rana. Se acercó al cadáver del sacerdote
cristiano, que yacía junto al caballo, y lo contempló con ojos que parecían
verter lágrimas. Su boca emitió un sonido singular, semejante al de un niño que
prorrumpe en llanto. Arrojábase ya sobre uno ya sobre el otro y, recogiendo agua
en su ancha mano, la vertía sobre los cuerpos. Muertos estaban y muertos
deberían quedar; bien lo comprendió ella. No tardarían en acudir los animales de
la selva, que devorarían los cadáveres. ¡No, no debía permitirlo! Se puso a
excavar un hoyo, lo más hondo posible. Quería prepararles una sepultura, pero no
disponía de más instrumentos que sus manos y una fuerte rama de árbol. Con el
trabajo se le distendía tanto la membrana que le unía los dedos de batracio, que
se desgarró y empezó a manar sangre. Comprendiendo que no lograría dar fin a su
tarea, fue a buscar agua, lavó el rostro del muerto, cubrió el cuerpo con hojas
verdes y, reuniendo grandes ramas, las extendió encima, tapando con follaje los
intersticios. Luego cogió las piedras más voluminosas que pudo encontrar, las
acumuló sobre los cuerpos y rellenó con musgo las aberturas. Hecho todo esto,
consideró que el túmulo era lo bastante fuerte y protegido. Pero entretanto
había llegado la madrugada, salió el sol y Helga recobró su belleza, aunque
tenía las manos sangrantes, y por primera vez las lágrimas bañaban sus mejillas
virginales.
En el proceso de su transformación, pareció como si sus dos naturalezas
luchasen por conquistar la supremacía; la muchacha temblaba, dirigía miradas a
su alrededor como si acabase de despertar de un sueño de pesadilla. Corrió a la
esbelta haya para apoyarse en su tronco, y un momento después trepaba como un
gato a la cima del árbol, agarrándose fuertemente a él. Allí se quedó semejante
a una ardilla asustada, casi todo el día, en la profunda soledad del bosque,
donde todo parece muerto y silencioso. ¡Muerto! Verdad es que revoloteaban unas
mariposas jugando o peleándose, y que a poca distancia se destacaban varios
nidos de hormigas, habitados cada uno por algunos centenares de laboriosos
insectos, que iban y venían sin cesar. En el aire danzaban enjambres de
innúmeros mosquitos; nubes de zumbadoras moscas pasaban volando, así como
libélulas y otros animalillos alados; la lombriz de tierra se arrastraba por el
húmedo suelo, los topos construían sus galerías... pero todo lo demás estaba
silencioso y muerto. Nadie se fijaba en Helga, a excepción de los grajos, que
revoloteaban en torno a la cima del árbol donde ella se hallaba; curiosos,
saltaban de rama en rama, hasta llegar a muy poca distancia de la muchacha. Una
mirada de sus ojos los ahuyentaba, y ni ellos sacaban nada en claro de la
doncella, ni ésta sabía qué pensar de su situación.
Al acercarse la noche y comenzar la puesta del sol, la metamorfosis la movió
a dejar su actitud pasiva. Se deslizó del tronco, y no bien se hubo extinguido
el último rayo, volvió ella a contraerse y a convertirse en rana, con la piel de
las manos desgarrada. Pero esta vez sus ojos tenían un brillo maravilloso, mayor
casi que en los de la hermosa doncella. En aquella cabeza de rana brillaban los
ojos de muchacha más dulces y piadosos que pueda imaginarse. Eran un testimonio
de los sentimientos humanos que albergaba en su pecho. Y aquellos hermosos ojos
rompieron a llorar, dando suelta a gruesas lágrimas que aligeraban el corazón.
Junto al túmulo que había levantado estaba aún la cruz hecha con dos ramas,
la última labor del que ahora reposaba en el seno de la muerte. La recogió Helga
y, cediendo a un impulso repentino, la clavó entre las piedras, sobre el
sacerdote y el caballo muertos. Ante el melancólico recuerdo volvieron a fluir
sus lágrimas, y trazó el mismo signo en el suelo, todo alrededor de la tumba,
como si quisiera cercarla con una santa valla. Y he aquí que mientras trazaba
con ambas manos la señal de la cruz, se le desprendió la membrana que le unía
los dedos, como si fuese un guante, y cuando se inclinó sobre la fuente para
lavarse, vio, admirada, sus finas y blancas manos, y volvió a dibujar en el aire
la señal de la cruz. Y he aquí que temblaron sus labios, se movió su lengua y
salió, sonoro, de su boca, el nombre que con tanta frecuencia oyera pronunciar y
cantar en el curso de su carrera por el bosque: el nombre de Jesucristo.
Le cayó la envoltura de rana y volvió a ser una joven y espléndida doncella.
Pero su cabeza, fatigada, se inclinó; sus miembros pedían descanso, y se quedó
dormida.
Su sueño fue breve, pues se despertó a medianoche. Ante ella estaba el
caballo muerto, radiante y lleno de vida; de sus ojos y del cuello herido
irradiaba un brillo singular. A su lado había el sacerdote cristiano. «¡Más
hermoso que Baldur!», habría dicho la mujer del vikingo, y, sin embargo, venía
como rodeado de llamas.
El sacerdote la miraba con ojos graves, en los que la dulzura templaba la
justicia. El alma de Helga quedó como iluminada por la luz de aquella mirada.
Los repliegues más recónditos de su corazón quedaron al descubierto. Helga se
estremeció, y su recuerdo se despertó con una intensidad como sólo se dará en el
día del juicio. Su memoria revivió todas las bondades recibidas, todas las
palabras amorosas que le habían dirigido. Comprendió que era el amor lo que la
había sostenido en los días de prueba, en los que la criatura hecha de alma y
cieno fermenta y lucha. Se dio cuenta de que no había hecho más que seguir los
impulsos de sus instintos, sin hacer nada para dominarlos. Todo le había sido
dado, todo lo había dirigido un poder superior. Se inclinó profundamente, llena
de humildad y de vergüenza, ante Aquel que sabía leer en cada repliegue de su
corazón. Y entonces sintió como una chispa de la llama purificadora, un destello
del Espíritu Santo.
-¡Hija del cenagal! -exclamó el sacerdote cristiano-. Saliste del cieno, de
la tierra; de la tierra volverás a nacer. El rayo de sol encerrado en tu cuerpo
te devolverá a su manantial primero. No el rayo procedente del cuerpo del sol,
sino el rayo de Dios. Ningún alma se perderá, pero el camino a través del tiempo
es largo, es el vuelo de la vida hacia la eternidad. Yo vengo de la mansión de
los muertos; también tú habrás de cruzar los sombríos valles para alcanzar la
luminosa región de las montañas, donde moran la gracia y la perfección. No te
conduciré a Hedeby a que recibas el bautismo cristiano; antes debes romper el
escudo de agua que cubre el fondo profundo del pantano, debes sacar a la
superficie la viva raíz de tu vida y de tu cuna. Has de cumplir esta empresa
antes de que descienda sobre ti la bendición.
Montó a Helga sobre el resplandeciente caballo. Puso en sus manos un
incensario de oro igual al que había visto en casa del vikingo. Despedía un olor
suave e intenso. La abierta herida de la frente del muerto brillaba como una
radiante diadema. Cogió él la cruz de la tumba y, levantándola, emprendieron el
vuelo por los aires, por encima del rumoroso bosque de las colinas. Cuando
volaban sobre los montículos, llamados tumbas, de gigantes, los antiguos héroes
que en ellos reposaban, salían de la tierra, vestidos de hierro, montados en sus
corceles de batalla. Su casco dorado brillaba a la luz de la luna, y su largo
manto flotaba al viento como una negra humareda.
Los dragones que guardaban los tesoros levantaban la cabeza para mirarlos.
Los enanos se asomaron en las elevaciones de terreno y en los surcos de los
campos, formando un revoltijo de luces rojas azules y verdes; parecían las
chispas de las cenizas de un papel quemado.
Por bosques y eriales, a través de torrentes y pantanos, avanzaron volando
hasta el cenagal, sobre cuya superficie se pusieron a describir grandes
círculos. El sacerdote sostenía la cruz en alto, de la que irradiaba un dorado
resplandor, mientras de sus labios salía el canto de la misa. Helga lo
acompañaba, a la manera de un niño que imita el cantar de su madre, y seguía
agitando el incensario, del que se desprendía un perfume tan fuerte y milagroso,
que los juncos y las cañas echaban flores. Todos los gérmenes brotaban del
profundo suelo, todo lo que tenía vida subía hacia arriba. Sobre las aguas se
extendió un velo de lirios de agua, como una alfombra de flores, y sobre él
descansaba dormida, una mujer joven y bella. Helga creyó ver su propio reflejo
en la superficie del agua; pero era su madre la que veía, la esposa del rey del
pantano, la princesa de las aguas del Nilo.
El sacerdote mandó a Helga que montara a la durmiente sobre el caballo. Éste
cedió bajo la nueva carga como si su cuerpo no fuese otra cosa sino una mortaja
que ondeaba al viento. Pero la señal de la cruz dio nuevas fuerzas al fantasma
aéreo, y los tres siguieron cabalgando hasta llegar a la tierra firme.
Cantó el gallo en el castillo del vikingo. Sacerdote y caballo se disolvieron
en niebla que arrastró el viento. La madre y la hija quedaron solas, frente a
frente.
-¿Es mi imagen, la que veo reflejada en estas aguas profundas? -preguntó la
madre.
-¿Es mi imagen la que veo reflejada en esta brillante superficie? -exclamó la
hija. Y se acercaron, pecho contra pecho, brazo contra brazo. El corazón de la
madre latía violentamente, y comprendió la verdad.
-¡Hija mía, flor de mi alma! ¡Mi loto del fondo de las aguas!
Y abrazó a la doncella, llorando. Aquellas lágrimas fueron un nuevo bautismo
de vida y de amor para Helga.
-Llegué aquí con plumaje de cisne y me despojé de él -dijo la madre-. Me
hundí en el movedizo suelo del cenagal, hasta lo más profundo del pantano, que
me rodeaba como un muro. Pronto noté la presencia de una corriente más fresca;
una fuerza misteriosa me atraía hacia el fondo. Mis párpados experimentaban la
opresión del sueño; me dormí y soñé. Me pareció como si estuviese dentro de la
pirámide de Egipto, pero ante mí se alzaba aún el cimbreante aliso que tanto me
había aterrorizado en la superficie del pantano. Miré las grietas de corteza,
que resaltaban en brillantes colores y formaban jeroglíficos. Era la envoltura
de la momia que yo buscaba. Se desgarró, y de su interior salió el rey
milenario, la momia, negra como pez, reluciente como el caracol de bosque o como
el suelo negro de la ciénaga. Era el rey del pantano o la momia de la pirámide,
no podía decirlo. Me cogió en sus brazos y tuve la sensación de que iba a morir.
No volví a sentir la vida hasta que me vino una especie de calor en el pecho, y
un pajarillo me golpeó en él con las alas, piando y cantando. Desde mi pecho
remontó el vuelo hacia el oscuro y pesado techo, pero seguía atado a mí por una
larga cinta verde. Oí y comprendí las notas de su anhelo: «¡Libertad, sol, ir a
mi padre!». Pensé entonces en el mío, allá en la soleada patria. Pensé en mi
vida, en mi amor. Y solté el lazo, lo dejé flotar para que fuese a reunirse con
el padre. Desde aquella hora no he vuelto a soñar; quedé sumida en un sueño
largo y profundo, hasta este momento, en que me despertaron y redimieron unos
cánticos y perfumes.
Aquella cinta verde que unía el corazón de la madre a las alas del pajarillo,
¿dónde estaba ahora? ¿Qué había sido de ella? Sólo la cigüeña lo había visto; la
cinta era el tallo verde; el nudo, la brillante flor, la cuna de la niña que
había crecido y que ahora volvía a descansar sobre el corazón de su madre.
Y mientras estaban así cogidas del brazo, papá cigüeña describía en el aire
círculos a su alrededor y, volviendo a su nido, regresó con los plumajes de
cisne que guardaba desde hacía tantos años. Los arrojó a las dos mujeres, las
cuales se revistieron con las envolturas de plumas, y poco después se elevaban
por los aires en figura de cisnes blancos.
-Hablemos ahora -dijo papá cigüeña-. Podremos entendernos, aunque tengamos
los picos cortados de modo distinto. Ha sido una gran suerte que hayan llegado
esta noche, pues nos marchamos mañana mismo: la madre, yo y los pequeños. Nos
vamos hacia el Sur. Sí, mírenme. Soy un viejo amigo de las tierras del Nilo y la
vieja lo es también, sólo que ella tiene el corazón mejor que el pico. Siempre
creyó que la princesa se salvaría. Yo y los pequeños trajimos a cuestas los
plumajes de cisne. ¡Ah, qué contento estoy y qué suerte que no me haya marchado
aún! Partiremos al rayar el alba. Hay una gran concentración de cigüeñas.
Nosotros vamos en vanguardia. Sígannos y no se extravíen. Los pequeños y yo
cuidaremos de no perderlos de vista.
-Y la flor de loto que debía llevar -dijo la princesa egipcia va conmigo
entre las plumas del cisne; llevo la flor de mi corazón, y así todo se ha
salvado. ¡A casa, a casa!
Pero Helga declaró que no podía abandonar la tierra danesa sin ver a su madre
adoptiva, la amorosa mujer del vikingo. Cada bello recuerdo, cada palabra
cariñosa, cada lágrima que había vertido aquella mujer se presentaba ahora
claramente al alma de la muchacha, y en aquel momento le pareció que aquélla era
la madre a quien más quería.
-Sí, pasaremos por la casa del vikingo -dijo la cigüeña padre-. Allí nos
aguardan la vieja y los pequeños. ¡Cómo abrirán los ojos y soltarán el pico! Mi
mujer no habla mucho, es verdad; es taciturna y callada, pero sus sentimientos
son buenos. Haré un poco de ruido para que se enteren de nuestra llegada.
Y la cigüeña padre castañeteó con el pico, siguiendo luego el vuelo hacia la
mansión de los vikingos, acompañado de los cisnes.
En la hacienda todo el mundo estaba sumido en profundo sueño. La mujer no se
había acostado hasta muy avanzada la noche, inquieta por la suerte de Helga, que
había desaparecido tres días antes junto con el sacerdote cristiano. Seguramente
lo habría ayudado a huir, pues era su caballo el que faltaba en el establo. ¿Qué
poder habría dictado su acción? La mujer del vikingo pensó en los milagros que
se atribuían al Cristo blanco y a quienes creían en él y lo seguían. Extrañas
ideas cobraron forma en su sueño. Le pareció que estaba aún despierta y
pensativa en el lecho, mientras en el exterior una profunda oscuridad envolvía
la tierra. Llegó la tempestad, oyó el rugir de las olas a levante, y a poniente,
viniendo del Mar del Norte y del Kattegatt. La monstruosa serpiente que rodeaba
toda la Tierra en el fondo del océano, se agitaba convulsivamente. Se acercaba
la noche de los dioses, Ragnarök, como llamaban los paganos al juicio final,
donde todo perecería, incluso las altas divinidades. Resonaba el cuerno de
Gjallar, y los dioses avanzaban montados en el arco iris, vestidos de acero,
para trabar la última batalla. Ante ellos volaban las aladas Walkirias, y
cerraban la comitiva las figuras de los héroes caídos. Todo el aire brillaba a
la luz de la aurora boreal, pero vencieron las tinieblas; fue un momento
espantoso.
Y he aquí que junto a la angustiada mujer del vikingo estaba, sentada en el
suelo, la pequeña Helga en su figura de fea rana. También ella temblaba y se
apretaba contra su madre adoptiva. Ésta la subió a su regazo y la abrazó
amorosamente, a pesar de lo repulsiva que era en su envoltura de animal.
Atronaba el aire el golpear de espadas y porras y el zumbar de las flechas, que
pasaban como una granizada. Había sonado la hora en que iban a estallar el cielo
y la Tierra y caer las estrellas en el fuego de Surtur, donde todo se
consumiría, Pero sabía también que surgirían un nuevo cielo y una nueva tierra,
que las mieses ondearían donde ahora el mar enfurecido se estrellaba contra las
estériles arenas de la costa; sabía que el Dios misterioso reinaría, y que
Baldur compasivo y amoroso, redimido del reino de los muertos, subiría a Él. Y
vino; la mujer del vikingo lo vio y reconoció su faz: era el sacerdote cristiano
que habían hecho prisionero.
«¡Cristo blanco!», exclamó; y al pronunciar el nombre estampó un beso en la
frente de la rana. Cayó entonces la piel del animal y apareció Helga en toda su
belleza, dulce como nunca y con mirada radiante. Besó las manos de su madre
adoptiva, la bendijo por todos sus cuidados y por el amor que le mostrara en sus
días de miseria y de prueba; le dio las gracias por las ideas que había imbuido
en ella y por haber pronunciado el nombre que ahora repetía ella: Cristo blanco.
Entonces Helga se elevó en figura de un magnífico cisne blanco, y, desplegando
majestuosamente las alas, emprendió el vuelo con un rumor parecido al que hacen
las bandadas de aves migratorias.
Se despertó entonces la mujer y percibió en el exterior aquel mismo ruido de
fuerte aleteo. Era -bien lo sabía- el tiempo en que las cigüeñas se marchaban;
las había oído. Quiso verlas otra vez antes de su partida y gritarles adiós. Se
levantó del lecho, salió a la azotea y vio las aves alineadas en el remate del
tejado del edificio contiguo. Rodeando la hacienda y volando por encima de los
altos árboles, se alejaban las bandadas en amplios círculos. Pero justamente
delante de ella, en el borde del pozo donde Helga solía posarse y donde tantos
sustos le diera, se habían posado ahora dos cisnes que la miraban con ojos
inteligentes. Se acordó entonces de su sueño, que seguía viendo en su
imaginación como si hubiese sido realidad. Pensó en Helga en figura de cisne,
pensó en el sacerdote cristiano y de pronto sintió que una maravillosa alegría
le embargaba el corazón. Era algo tan verdaderamente hermoso, que costaba
trabajo creerlo.
Los cisnes agitaron las alas e inclinaron el cuello, como saludándola y la
mujer del vikingo les tendió los brazos, como si lo entendiese, sonriéndoles
entre las lágrimas, y agitada por mil encontrados pensamientos.
Entonces todas las cigüeñas levantaron el vuelo con gran ruido de alas y
picos, para iniciar el viaje hacia el Sur.
-No aguardaremos a los cisnes -dijo la cigüeña madre-. Que vengan si quieren,
pero no vamos nosotros a seguir aquí esperando la comodidad de esos chorlitos.
Lo agradable es viajar en familia, y no como hacen los pinzones y los gallos de
pelea, que machos y hembras van cada uno por su lado. Dicho sea entre nosotros,
esto no es decente. ¡Toma! ¡Qué manera más rara de aletear la de los cisnes!
-Cada cual vuela como sabe -observó el padre-. Los cisnes lo hacen en línea
oblicua; las grullas, en triángulo, y los chorlitos, en línea serpenteante.
-No hables de serpientes mientras estemos arriba -interrumpió la madre-. A
los pequeños se les hará la boca agua, y como no podemos satisfacerlos, se
pondrán de mal humor.
-¿Son aquéllas las altas montañas de que oí hablar? -preguntó Helga, en su
ropaje de cisne.
-Son nubes de tormenta que avanzan por debajo de nosotras –le respondió la
madre.
-¡Qué nubes más blancas las que se levantan allí! -exclamó Helga.
-Son montañas cubiertas de nieve -dijo la madre, y poco después pasaban por
encima de los Alpes y entraban en el azul Mediterráneo.
-¡África, la costa de África! -gritó alborozada la hija del Nilo en su figura
de cisne cuando, desde las alturas, vislumbró una faja ondulada, de color
blancoamarillento: su patria.
También las aves descubrieron el objetivo de su peregrinación y apresuraron
el vuelo.
-¡Huelo barro del Nilo y húmedas ranas! -dijo la cigüeña madre-. ¡Siento un
cosquilleo y una comezón! Pronto podrán hartarse. Van a ver también el marabú,
el ibis y la grulla. Todos son de la familia, pero no tan guapos como nosotros,
ni mucho menos. Se dan mucha importancia, especialmente el ibis. Los egipcios lo
malcriaron; incluso lo rellenaban de hierbas aromáticas, a lo cual llaman
embalsamar. Yo prefiero llenarme de ranas vivas, y pienso que también ustedes lo
prefieren; no tarden en hacerlo. Vale más tener algo en el buche mientras se
está vivo, que servir al Estado una vez muerto. Tal es mi opinión, y no suelo
equivocarme.
-¡Han llegado las cigüeñas! -decían en la opulenta casa de la orilla del
Nilo, donde, en la gran sala abierta, yacía, sobre mullidos almohadones y
cubiertos con una piel de leopardo, el soberano, ni vivo ni muerto, siempre en
espera de la flor de loto que crecía en el profundo pantano del Norte. Lo
acompañaban parientes y criados.
Y he aquí que entraron volando en la sala los dos magníficos cisnes llegados
con las cigüeñas. Se despojaron de los deslumbrantes plumajes y aparecieron dos
hermosas figuras femeninas, parecidas como dos gotas de rocío. Apartándose los
largos cabellos se inclinaron sobre el lívido y desfallecido anciano. Helga besó
a su abuelo, y entonces se encendieron las mejillas de éste, y en sus ojos se
reflejó un nuevo brillo, y nueva vida corrió por sus miembros paralizados. El
anciano se incorporó, sano y rejuvenecido. Su hija y su nieta lo sostenían en
sus brazos, como en un saludo matinal de alegría tras un largo y fatigoso sueño.
El alborozo se extendió por todo el palacio, y también en el nido de las
cigüeñas, aunque en éste era provocado sobre todo por la buena comida y la
abundancia de ranas. Y mientras los sabios se apresuraban a escribir a grandes
rasgos la historia de las dos princesas y de la flor milagrosa -todo lo cual
constituía un gran acontecimiento y una bendición para la casa y el país-, las
cigüeñas padres la contaban a su familia a su manera. Naturalmente que esperaron
a que todo el mundo estuviese harto, pues en otro caso no habrían estado para
historias.
-Ahora vas a ser un personaje -dijo en voz baja la cigüeña madre.
-Es más que probable.
-¡Bah, qué quieres que sea! -respondió el padre-. Además, ¿qué he hecho?
Nada.
-Hiciste más que todos los restantes. Sin ti y sin nuestros pequeños, las dos
princesas no habrían vuelto a ver Egipto, y seguramente no habrían podido
devolver la salud al viejo. No pueden dejarte sin recompensa. Te otorgarán el
título de doctor, y nuestros futuros hijos nacerán doctores, y los suyos aún
llegarán más lejos. Siempre has tenido aire de doctor egipcio, al menos a mis
ojos.
Los sabios y eruditos se reunieron y expusieron la idea fundamental, como
ellos decían, que estaba en el fondo de todo lo sucedido: «El amor engendra la
vida», y lo explicaron como sigue:
«El cálido rayo de sol era la princesa egipcia, la cual descendió al pantano,
y de la unión con su rey habría nacido la flor...».
-No sé repetir exactamente sus palabras -dijo la cigüeña padre, que había
asistido a la asamblea desde el tejado y ahora estaba informando en el nido-. Lo
que dijeron era tan alambicado y complicado, tan enormemente talentudo, que en
el acto se les concedieron dignidades y regalos. Hasta el cocinero de palacio
obtuvo una gran condecoración; es de suponer que sería por la buena sopa.
-¿Y qué te dieron a ti? -preguntó la cigüeña madre-. No podían dejar de lado
al principal, y ese eres tú. A fin de cuentas, los sabios no han hecho sino
charlar. Pero tu premio vendrá seguramente.
Ya entrada la noche, cuando la paz del sueño reinaba sobre la dichosa casa,
había alguien que velaba aún, y no era precisamente la cigüeña padre, a pesar de
que permanecía de pie sobre una pata en su nido y montaba la guardia durmiendo.
No; quien velaba era Helga, que, desde la azotea, dirigía la mirada, a través de
la diáfana atmósfera, a las grandes estrellas centelleantes, que brillaban con
luz más límpida y más pura que en el Norte, a pesar de ser las mismas. Pensaba
en la mujer del vikingo, allá en el pantano salvaje, en los dulces ojos de su
madre adoptiva, en las lágrimas que había derramado por la pobre niña-rana, que
ahora estaba, rodeada de magnificencia y bajo el resplandor de las estrellas, a
orillas del Nilo, respirando el delicioso y primaveral aire africano. Pensaba en
el amor contenido en el pecho de aquella mujer pagana, aquel amor que había
demostrado a la mísera criatura, que en su figura humana era como un animal
salvaje, y en su forma de animal era repugnante y repulsiva. Contemplaba las
rutilantes estrellas, y entonces le vino a la memoria el brillo que irradiaba de
la frente del muerto cuando cabalgaban por encima de bosques y pantanos. En su
memoria resonaron notas y palabras que había oído pronunciar mientras avanzaban
juntos, y que la habían impresionado hondamente, palabras de la fuente primaria
del amor, del amor más sublime, que comprendía a todos los seres.
Sí, todo se lo habían dado, todo lo había alcanzado. Los pensamientos de
Helga abarcaban de día y de noche la suma de su felicidad, en cuya contemplación
se perdía como un niño que se vuelve presuroso del dador a la dádiva, a todos
los magníficos regalos. Se abría al mismo tiempo su alma a la creciente
bienaventuranza que podía venir, que vendría. Verdaderos milagros la habían ido
elevando a un gozo cada vez mayor, a una felicidad cada vez más intensa. Y en
estos pensamientos se absorbió tan completamente, que se olvidó del autor de su
dicha. Era la audacia de su ánimo juvenil, a la que se abandonaban sus
ambiciosos sueños. Se reflejó en su mirada un brillo inusitado, pero en el mismo
momento un fuerte ruido, procedente del patio, la arrancó a sus imaginaciones.
Vio dos enormes avestruces que describían rápidamente estrechos círculos. Nunca
hasta entonces había visto aquel animal, aquella ave tan torpe y pesada. Parecía
tener las alas recortadas, como si alguien le hubiera hecho algún daño. Preguntó
qué le había sucedido.
Por primera vez oyó la leyenda que los egipcios cuentan acerca del avestruz.
En otros tiempos, su especie había sido hermosa y de vuelo grandioso y
potente. Un anochecer, las poderosas aves del bosque le preguntaron:
-Hermano, mañana, si Dios quiere nos podríamos ir a beber al río.
El avestruz respondió:
-Yo lo quiero.
Al amanecer emprendieron el vuelo. Al principio se remontaron mucho, hacia el
sol, que es el ojo de Dios. El avestruz iba en cabeza de las demás, dirigiéndose
orgullosa hacia la luz en línea recta, fiando en su propia fuerza y no en quien
se la diera. No dijo «si Dios quiere». He aquí que el ángel de la justicia
descorrió el velo que cubre el flamígero astro, y en el mismo momento se
quemaron las alas del ave, la cual se desplomó miserablemente. Jamás ha
recuperado la facultad de elevarse. Aterrorizada, emprende la fuga, describiendo
estrechos círculos en un radio limitado, lo cual es una advertencia para
nosotros, los humanos, que, en todos nuestros pensamientos y en todos nuestros
proyectos, nunca debemos olvidarnos de decir: «Si Dios quiere».
Helga agachó la cabeza, pensativa. Consideró el avestruz, vio su angustia y
su estúpida alegría al distinguir su propia y enorme sombra proyectada por el
sol sobre la blanca pared. El fervor arraigó profundamente en su corazón y en su
alma. Había alcanzado una vida plena y feliz: ¿Qué sucedería ahora? ¿Qué le
esperaba? Lo mejor: si Dios quiere.
En los primeros días de primavera, cuando las cigüeñas reemprendían
nuevamente el vuelo hacia el Norte, Helga se sacó el brazalete de oro, grabó en
él su nombre y, haciendo seña a la cigüeña padre, le puso el precioso aro
alrededor del cuello y le rogó que lo llevase a la mujer del vikingo, la cual
vería de este modo que su hija adoptiva vivía, era feliz y la recordaba con
afecto.
«Es muy pesado», pensó la cigüeña al sentir en el cuello la carga del anillo.
«Pero el oro y el honor son cosas que no deben tirarse a la carretera. Allá
arriba no tendrán más remedio que reconocer que la cigüeña trae la suerte».
-Tú pones oro y yo pongo huevos -dijo la madre-; sólo que tú lo haces una
sola vez y yo todos los años. Pero ni a ti ni a mí se nos agradece. Y esto
mortifica.
-Uno tiene la conciencia de sus buenas obras, madrecita -observó papá
cigüeña.
-Pero no puedes hacer gala de ellas -replicó la madre-. Ni te dan vientos
favorables ni comida.
Y emprendieron el vuelo.
El pequeño ruiseñor que cantaba en el tamarindo no tardaría tampoco en
dirigirse a las tierras septentrionales. Helga lo había oído con frecuencia en
el pantano salvaje, y quiso confiarle un mensaje; comprendía el lenguaje de los
pájaros desde los tiempos en que viajara en figura de cisne. Desde entonces
había hablado a menudo con cigüeñas y golondrinas; sin duda entendería también
al ruiseñor. Le rogó que volase hasta el bosque de hayas de la península
jutlandesa, donde ella había erigido la tumba de piedras y ramas. Y le pidió
solicitase de todas las avecillas que protegiesen aquella tumba y cantasen sobre
ella sus canciones.
Y partió el ruiseñor, y transcurrió el tiempo.
En la época de la cosecha, el águila desde la cúspide de la pirámide, vio una
magnífica caravana de cargados camellos y hombres armados y ricamente vestidos,
que cabalgaban sobre resoplantes caballos árabes. Eran corceles soberbios, con
los ollares en perpetuo movimiento, y cuyas espesas melenas les colgaban sobre
las esbeltas patas.
Ricos huéspedes, un príncipe real de Arabia, hermoso como debe serlo todo
príncipe, hacían su entrada en la soberbia casa donde la cigüeña tenía su nido,
ahora vacío. Sus ocupantes se hallaban en un país del Norte, pero no tardarían
en regresar. Y regresaron justamente el día en que mayor eran el regocijo y la
alegría. Se celebraba una boda: Helga era la novia, vestida de seda y radiante
de pedrería. El novio era el joven príncipe árabe; los dos ocupaban los sitios
de honor en la mesa, sentados entre la madre y el abuelo.
Pero ella no miraba las mejillas morenas y viriles del prometido, enmarcadas
por rizada barba negra, ni sus oscuros ojos llenos de fuego, que permanecían
clavados en ella. Miraba fuera, hacia la centelleante estrella que le enviaba
sus rayos desde el cielo.
Llegó del exterior un intenso ruido de alas; las cigüeñas regresaban. La
vieja pareja, aunque rendida por el viaje y ávida de descanso, fue a posarse en
la balaustrada de la terraza, pues se habían enterado ya de la fiesta que se
estaba celebrando. En la frontera del país, alguien las había informado de que
la princesa las había mandado pintar en la pared, y que las dos formaban parte
integrante de su historia.
-Es una gran distinción -exclamó la cigüeña padre.
-Eso no es nada -replicó la madre-. Es el honor más pequeño que podían
hacernos.
Al verlas, Helga se levantó de la mesa y salió a la terraza a su encuentro,
deseosa de acariciarles el dorso. La pareja bajó el cuello, mientras los
pequeños asistían a la escena, muy halagados.
Helga levantó los ojos a la resplandeciente estrella, cuyo brillo se
intensificaba por momentos. Y entre las dos se movía una figura más sutil aún
que el aire, y, sin embargo, más perceptible. Se acercó a ella flotando: era el
sacerdote cristiano. También él acudía a su boda; venía desde el reino
celestial.
-El esplendor y la magnificencia de allá arriba supera a cuanto la Tierra
conoce -dijo.
Helga rogó con mayor fervor que nunca, pidiendo que se le permitiese
contemplar aquella gloria siquiera un minuto, y ver por un solo instante al
Padre Celestial.
Y se sintió elevada a la eterna gloria, a la bienaventuranza, arrastrada por
un torrente de cantos y de pensamientos. Aquel resplandor y aquella música
celeste no la rodeaban sólo por fuera, sino también interiormente. No sería
posible explicarlo con palabras.
-Debemos volvernos, te echarán de menos -dijo el sacerdote.
-¡Otra mirada! -suplicó ella-. ¡Sólo otro instante!
-Tenemos que bajar a la Tierra, todos los invitados se marchan.
-Una mirada, la última.
Y Helga se encontró de nuevo en la terraza... pero todas las antorchas del
exterior estaban apagadas, las luces de la cámara nupcial habían desaparecido,
así como las cigüeñas. No se veían invitados, ni el novio... todo se había
desvanecido en aquellos tres breves instantes.
Helga sintió una gran angustia, y, atravesando la enorme sala desierta, entró
en el aposento contiguo. Dormían en él soldados forasteros. Abrió la puerta
lateral que conducía a su habitación y cuando creía estar en ella se encontró en
el jardín. Toda la casa había cambiado. En el cielo había un brillo rojizo;
faltaba poco para despertar el alba.
Sólo tres minutos en el cielo, y en la Tierra había pasado toda una noche.
Entonces descubrió a las cigüeñas, y, llamándolas, les habló en su lengua. La
cigüeña padre, volviendo la cabeza, prestó el oído y se acercó.
-¡Hablas nuestra lengua! –dijo- ¿Qué quieres? ¿Qué te trae, mujer
desconocida?
-Soy yo, Helga. ¿No me conoces? Hace tres minutos estuvimos hablando allá
afuera en la terraza.
-Te equivocas -repuso la cigüeña-. Todo eso lo has soñado.
-¡No, no! -exclamó ella, y le recordó el castillo del vikingo, el pantano
salvaje, el viaje...
La cigüeña padre parpadeó.
-Es una vieja historia que oí en tiempos de mi bisabuela. Es verdad que hubo
en Egipto una princesa oriunda de las tierras danesas, pero hace ya muchos
siglos que desapareció, en la noche de su boda, y jamás se supo de ella. Tú
misma puedes leerlo en este monumento del jardín. En él hay esculpidos cisnes y
cigüeñas, y en la cúspide estás tú misma, tallada en mármol blanco.
Y así era. Helga lo vio, y, comprendiendo, cayó de rodillas.
Salió el sol, y como en otra ocasión se desprendiera bajo sus rayos la
envoltura de rana dejando al descubierto a la bella figura, así ahora se elevó
al Padre, por la acción del bautismo de luz, una figura bellísima, más clara y
más pura que el aire: un rayo luminoso.
El cuerpo se convirtió en polvo, y donde había estado apareció una marchita
flor de loto.
-Es un nuevo epílogo de la historia -dijo la cigüeña padre-. Jamás lo habría
esperado. Pero me gusta.
-¿Qué dirán de él los pequeños? -preguntó la madre.
-Sí, claro, esto es lo principal -respondió el padre.
FIN
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