Periquín vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña
del bosque. Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre
determinó mandar a Periquín a la ciudad, para que allí intentase vender la única
vaca que poseían. El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al
animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas.
-Son maravillosas -explicó aquel hombre-. Si te gustan,
te las daré a cambio de la vaca.
Así lo hizo Periquín, y volvió muy contento a su casa.
Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas
y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar.
Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue grande
su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche,
que las ramas se perdían de vista. Se puso Periquín a trepar por la planta, y
sube que sube, llegó a un país desconocido.
Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que
tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba.
Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con
ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgándose, tocó el suelo y
entró en la cabaña.
La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo
los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que
la gallina se murió y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez,
dirigiéndose al castillo del gigante. Se escondió tras una cortina y pudo
observar cómo el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un
bolsón de cuero.
En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y,
recogiendo el talego de oro, echó a correr hacia la planta gigantesca y bajó a
su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo.
Sin embargo, llegó un día en que el bolsón de cuero del
dinero quedó completamente vacío. Se cogió Periquín por tercera vez a las ramas
de la planta, y fue escalándolas hasta llegar a la cima. Entonces vio al ogro
guardar en un cajón una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa, dejaba
caer una moneda de oro.
Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el niño
la cajita prodigiosa y se la guardó. Desde su escondite vio Periquín que el
gigante se tumbaba en un sofá, y un arpa, oh maravilla!, tocaba sola, sin que
mano alguna pulsara sus cuerdas, una delicada música. El gigante, mientras
escuchaba aquella melodía, fue cayendo en el sueño poco a poco.
Apenas le vio así Periquín, cogió el arpa y echó a
correr. Pero el arpa estaba encantada y, al ser tomada por Periquín, empezó a
gritar:
-¡Eh, señor amo, despierte usted, que me roban!
Se despertó sobresaltado el gigante y empezaron a
llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores:
-¡Señor amo, que me roban!
Viendo lo que ocurría, el gigante salió en persecución
de Periquín. Resonaban a espaldas del niño pasos del gigante, cuando, ya cogido
a las ramas empezaba a bajar. Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la
altura, vio que también el gigante descendía hacia él. No había tiempo que
perder, y así que gritó Periquín a su madre, que estaba en casa preparando la
comida:
-¡Madre, tráigame el hacha en seguida, que me persigue
el gigante!
Acudió la madre con el hacha, y Periquín, de un certero
golpe, cortó el tronco de la trágica habichuela. Al caer, el gigante se
estrelló, pagando así sus fechorías, y Periquín y su madre vivieron felices con
el producto de la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro.
FIN |