Sí, dentro de mil años la gente cruzará el océano, volando por los aires, en
alas del vapor. Los jóvenes colonizadores de América acudirán a visitar la vieja
Europa. Vendrán a ver nuestros monumentos y nuestras decaídas ciudades, del
mismo modo que nosotros peregrinamos ahora para visitar las decaídas
magnificencias del Asia Meridional. Dentro de mil años, vendrán ellos.
El Támesis, el Danubio, el Rin, seguirán fluyendo aún; el Montblanc
continuará enhiesto con su nevada cumbre, la auroras boreales proyectarán sus
brillantes resplandores sobre las tierras del Norte; pero una generación tras
otra se ha convertido en polvo, series enteras de momentáneas grandezas han
caído en el olvido, como aquellas que hoy dormitan bajo el túmulo donde el rico
harinero, en cuya propiedad se alza, se mandó instalar un banco para contemplar
desde allí el ondeante campo de mieses que se extiende a sus pies.
-¡A Europa! -exclamarán las jóvenes generaciones americanas-. ¡A la tierra de
nuestros abuelos, la tierra santa de nuestros recuerdos y nuestras fantasías! ¡A
Europa!
Llega la aeronave, llena de viajeros, pues la travesía es más rápida que por
el mar; el cable electromagnético que descansa en el fondo del océano ha
telegrafiado ya dando cuenta del número de los que forman la caravana aérea. Ya
se avista Europa, es la costa de Irlanda la que se vislumbra, pero los pasajeros
duermen todavía; han avisado que no se les despierte hasta que estén sobre
Inglaterra. Allí pisarán el suelo de Europa, en la tierra de Shakespeare, como
la llaman los hombres de letras; en la tierra de la política y de las máquinas,
como la llaman otros. La visita durará un día: es el tiempo que la apresurada
generación concede a la gran Inglaterra y a Escocia.
El viaje prosigue por el túnel del canal hacia Francia, el país de Carlomagno
y de Napoleón. Se cita a Molière, los eruditos hablan de una escuela clásica y
otra romántica, que florecieron en tiempos remotos, y se encomia a héroes, vates
y sabios que nuestra época desconoce, pero que más tarde nacieron sobre este
cráter de Europa que es París.
La aeronave vuela por sobre la tierra de la que salió Colón, la cuna de
Cortés, el escenario donde Calderón cantó sus dramas en versos armoniosos;
hermosas mujeres de negros ojos viven aún en los valles floridos, y en estrofas
antiquísimas se recuerda al Cid y la Alhambra.
Surcando el aire, sobre el mar, sigue el vuelo hacia Italia, asiento de la
vieja y eterna Roma. Hoy está decaída, la Campagna es un desierto; de la iglesia
de San Pedro sólo queda un muro solitario, y aún se abrigan dudas sobre su
autenticidad.
Y luego a Grecia, para dormir una noche en el lujoso hotel edificado en la
cumbre del Olimpo; poder decir que se ha estado allí, viste mucho. El viaje
prosigue por el Bósforo, con objeto de descansar unas horas y visitar el sitio
donde antaño se alzó Bizancio. Pobres pescadores lanzan sus redes allí donde la
leyenda cuenta que estuvo el jardín del harén en tiempos de los turcos.
Continúa el itinerario aéreo, volando sobre las ruinas de grandes ciudades
que se levantaron a orillas del caudaloso Danubio, ciudades que nuestra época no
conoce aún; pero aquí y allá -sobre lugares ricos en recuerdos que algún día
saldrán del seno del tiempo- se posa la caravana para reemprender muy pronto el
vuelo.
Al fondo se despliega Alemania -otrora cruzada por una densísima red de
ferrocarriles y canales- el país donde predicó Lutero, cantó Goethe y Mozart
empuñó el cetro musical de su tiempo. Nombres ilustres brillaron en las ciencias
y en las artes, nombres que ignoramos. Un día de estancia en Alemania y otro
para el Norte, para la patria de Örsted y Linneo, y para Noruega, la tierra de
los antiguos héroes y de los hombres eternamente jóvenes del Septentrión.
Islandia queda en el itinerario de regreso; el géiser ya no bulle, y el Hecla
está extinguido, pero como la losa eterna de la leyenda, la prepotente isla
rocosa sigue incólume en el mar bravío.
-Hay mucho que ver en Europa -dice el joven americano- y lo hemos visto en
ocho días. Se puede hacer muy bien, como el gran viajero -aquí se cita un nombre
conocido en aquel tiempo- ha demostrado en su famosa obra: Cómo visitar Europa
en ocho días.
FIN
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