Hans Christian Andersen
Érase una vez un hombre que había compuesto versos para el abecedario, siempre dos para cada letra, exactamente como vemos en la antigua cartilla. Decía que hacía falta algo nuevo, pues los viejos pareados estaban muy sobados, y los suyos le parecían muy bien. Por el momento, el nuevo abecedario estaba sólo en manuscrito, guardado en el gran armario-librería, junto a la vieja cartilla impresa; aquel armario que contenía tantos libros eruditos y entretenidos. Pero el viejo abecedario no quería por vecino al nuevo, y había saltado en el anaquel pegando un empellón al intruso, el cual cayó al suelo, y allí estaba ahora con todas las hojas dispersas. El viejo abecedario había vuelto hacia arriba la primera página, que era la más importante, pues en ella estaban todas las letras, grandes y pequeñas. Aquella hoja contenía todo lo que constituye la vida de los demás libros: el alfabeto, las letras que, quiérase o no, gobiernan al mundo. ¡Qué poder más terrible! Todo depende de cómo se las dispone: pueden dar la vida, pueden condenar a muerte; alegrar o entristecer. Por sí solas nada son, pero ¡puestas en fila y ordenadas!... Cuando Nuestro Señor las hace intérpretes de su pensamiento, leemos más cosas de las que nuestra mente puede contener y nos inclinamos profundamente, pero las letras son capaces de contenerlas.
Pues allí estaban, cara arriba. El gallo de la A mayúscula lucía sus plumas rojas, azules y verdes. Hinchaba el pecho muy ufano, pues sabía lo que significaban las letras, y era el único viviente entre ellas.
Al caer al suelo el viejo abecedario, el gallo batió de alas, se subió de una volada a un borde del armario y, después de alisarse las plumas con el pico, lanzó al aire un penetrante quiquiriquí. Todos los libros del armario, que, cuando no estaban de servicio, se pasaban el día y la noche dormitando, oyeron la estridente trompeta. Y entonces el gallo se puso a discursear, en voz clara y perceptible, sobre la injusticia que acababa de cometerse con el viejo abecedario.
-Por lo visto ahora ha de ser todo nuevo, todo diferente -dijo-. El progreso no puede detenerse. Los niños son tan listos, que saben leer antes de conocer las letras. «¡Hay que darles algo nuevo!», dijo el autor de los nuevos versos, que yacen esparcidos por el suelo. ¡Bien los conozco! Más de diez veces se los oí leer en alta voz. ¡Cómo gozaba el hombre! Pues no, yo defenderé los míos, los antiguos, que son tan buenos, y las ilustraciones que los acompañan. Por ellos lucharé y cantaré. Todos los libros del armario lo saben bien. Y ahora voy a leer los de nueva composición. Los leeré con toda pausa y tranquilidad, y creo que estaremos todos de acuerdo en lo malos que son.
-¡Por fin se acabó! Pero aún no estamos al cabo de la calle. Ahora viene imprimirlo. Y luego leerlo. ¡Y lo ofrecerán en sustitución de los venerables versos de mi viejo abecedario! ¿Qué dice la asamblea de libros eruditos e indoctos, monografías y manuales? ¿Qué dice la biblioteca? Yo he dicho; que hablen ahora los demás.
Los libros y el armario permanecieron quietos, mientras el gallo volvía a situarse bajo su A, muy orondo.
-He hablado bien, y cantado mejor. Esto no me lo quitará el nuevo abecedario. De seguro que fracasa. Ya ha fracasado. ¡No tiene gallo!
FIN